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La ley del miedo y el miedo a la ley

I. El miedo a la ley

La ley, además de un conjunto de reglas necesario para regular la convivencia, es la causa final y primera de coacción entre seres humanos. Es el origen fundamental al que hay que ir a buscar la razón de la obediencia, el respeto y la sumisión. Reconocemos la presencia de la ley mucho antes de conocer su definición. La ley se hereda, se recibe de nuestros mayores, se filtra por los poros de la piel, se respira en el ambiente. Nuestros padres son la primera y más cercana fuente administradora de ley que conocemos. Sin embargo, lo que no sabemos de bebés es que, frecuentemente, los mismos padres que legislan nuestro inicio vital, tienen escasa o nula experiencia en el ejercicio de la función legislativa. Hasta ese momento de sus vidas, han sido más legislados que legisladores. De repente toca encarnar la ley, ser la ley, la más indiscutible y absoluta: la ley filial. Entonces los padres se equivocan lo mejor que saben. Dan exagerada importancia a algunas cosas e insuficiente a otras, mientras confunden inevitablemente la ley con la justicia. Son, muchas veces, inflexibles en lo trivial y desafortunados en lo importante. Y sobre todo, les cuesta enormemente encontrar el punto de equilibrio necesario para legislar con una mano y brindar amor con la otra.

Quizás a las generaciones anteriores les resultase menos complejo. El amor filial era tan fuerte como ahora, pero la regulación formal del vínculo entre padres e hijos era diferente. Nosotros, sin embargo, los padres de mi generación, parecemos haber perdido por completo la posición dominante en la relación filial. Nuestros hijos nos ven, muchas veces, como a iguales, y como tales nos tratan, nos responden, enfrentan y desobedecen. Nuestra palabra, por primera vez en la historia de la sociedad occidental, no constituye una ley inquebrantable, sino una propuesta a considerar, una aproximación más o menos válida a lo que deberían ser los próximos e inmediatos pasos.

Indiscutiblemente, cuando esto sucede, no solemos estar a la altura, y en lugar de instrumentar en la vida real lo que nuestra ley interna proclama, reaccionamos poniéndonos a su nivel, en un berrinche de gritos desaforados que no asustan ni llaman a la obediencia. Paradójicamente, hay una frontera invisible que nuestros hijos saben reconocer: el enojo verdadero. Entonces el ejercicio de la ley se vuelve pánico, y se frustran, lloran y nos temen como a ogros desconocidos, y se sienten víctimas en lugar de reconocerse en infracción. No sabemos vivir lo bueno de la cercanía sin permitir que eso mismo percuda la autoridad necesaria para el ejercicio de la paternidad. Quizás se deba a un concepto difuso de autoridad por nuestra parte, a un descreimiento progresivo sobre nuestros gobernantes, nuestro estado de derecho y demás corruptelas y clientelismos que constituyen un sistema en el que ya no creen ni sus propios defensores. O tal vez se deba a que la era de la hiperinformación está cambiando el mundo más de lo que estamos dispuestos a admitir, y aún no nos acabamos de acomodar al péndulo vicioso que nos deposita una y otra vez más allá o más acá del límite esperado. Lo cierto es que recuerdo, claramente, que mi padre jamás necesitó alzar la voz para hacerse oír. Bastaba una mirada torcida, un reproche mudo, un gesto imperceptible con la nariz, para que mis hermanos y yo nos cuadrásemos inmediatamente ante la presencia palpable de su ley.

Con mis hijos, solamente por las muy buenas o las muy malas.

Hemos perdido los matices. Estamos chapoteando a gritos y manotazos desesperados en un charco de barro sin ley.

II. La ley del miedo

Desde que el mundo es mundo, el miedo funciona. No es opinable. Ni siquiera discutible. Sin lugar a dudas, ha sido y es el miedo el mejor mecanismo de control social a disposición del mandamás de turno. Y cuanto más estrambótico y terrible, cuanto más incomprensible y lejano, cuanto más básico y animal, mejor.

Así, desde el principio el miedo ha ido cambiando de rostro, desde la comparsa de dioses crueles y viciosos de griegos y romanos, la ira de Dios contra los que comían cerdo o no se circuncidaban, el diluvio universal y el infierno mismo, abstracto y brutal, portador de la promesa genial de una vida eterna mejor que ésta, una vez superada una existencia miserable y sometida, o las argucias chapuceras de hechiceros, chamanes y curanderos de poca monta, hechas de chispas y nubes de humo de colores. Después fue el fuego de la inquisición y la sombra de la herejía, los recaudadores de impuestos, la peste negra y los eclipses solares.

Luego, con el avance tecnológico y la divulgación científica, hubo que ponerle creatividad al asunto. El apocalipsis, el fin del mundo, el efecto dos mil y el cambio climático, los alimentos transgénicos, las vacas sin patas de McDonald’s, Lady Gaga y el poder nuclear de los iraníes, a lo que hay que sumarle el HIV, la gripe A, las radiaciones solares y el precio de los peajes.

No importa el color ni el sabor. Ni siquiera el rigor de verdad. Lo importante es tener siempre a mano media docena de miedos frescos, y disimular su valor real en una maraña de afirmaciones difíciles de comprobar. Lo verdaderamente fundamental es no ceder ni un milímetro en el gobierno de la ley del miedo. La nueva revolución industrial es precisamente ésta: las industrias no contaminantes. Tenemos una cada vez más floreciente industria judicial, la siempre pujante industria de la telebasura, y la industria del miedo funcionando a todo vapor en la sombra. De esta última tienen numerosas fábricas todos los estados de países del primer mundo. Los laboratorios financiados de las universidades nos producen al año decenas de miedos médicos, medioambientales y estadísticos, que abarcan desde la gestación (por ejemplo lo imprescindible de tomar ácido fólico para prevenir espina bífida, cuando es una práctica de los últimos quince años, y antes de eso la población mundial se había multiplicado con una velocidad sin precedentes) hasta la vejez. Los tribunales y su maquinaria de enjuiciar también nos brindan terror en cómodas cuotas, haciendo que la cárcel y la sodomización brutal a manos de presos inescrupulosos parezca al alcance de cualquiera, tan solo hace falta ser creativo en la declaración de la renta para que te consigan un novio calvo, sudoroso, barrigón y peludo que te dará besitos en el cuello y la nuca durante tres años y nueve meses y cinco días con sus noches. Y por supuesto, la invitada estrella, la televisión, que nos muestra los misiles impactando sobre los techos de una guerra remota pero real, justo antes de contarnos cómo el arsenal nuclear se multiplica y la desaparición progresiva de los recursos naturales. No hacen falta las cifras ni las fuentes. Basta con que un estudio reciente demuestre para que un nuevo miedo esté listo para repartir entre la población civil.

Y nosotros los compramos todos.

III. Cada uno en su casa y el miedo en la de todos

Por puro miedo al miedo, todo queda como estaba. El hechicero de la tribu nos parece un aprovechado, pero por las dudas no le plantamos cara. Mientras tanto, el miedo es parte estructural de nuestra vida. Está presente en la mesa familiar, cuando queremos hacer comer al querubín de la casa: “Si no comés no vas a crecer”. Se acerca sigilosamente por detrás, cuando nos miramos al espejo del baño, y nos da un latigazo certero. Se desliza suavemente entre las sábanas, se nos aloja en el vientre como una bola sólida e impalpable. Esa incomodidad que a veces no nos deja dormir, eso que los médicos llaman stress, esa sensación amarga en la boca, no es otra cosa que los diferentes sabores de un miedo abstracto y animal, que no sabemos canalizar ni nombrar ni conjurar. Entonces, cuando se hace la penumbra y el silencio puebla lentamente el aire espeso y nocturno de la habitación, regresa a rebuscar su alimento en la boca del estómago.

Al día siguiente, mal dormidos, agotados por una batalla silenciosa y brutal contra el miedo, retomamos la vida de siempre. Salimos a la calle temerosos de la ley, a cumplirla en silencio, y al volver a casa sobreprotegemos a nuestros hijos, manteniéndolos a salvo de la ley y ocultándoles nuestro miedo y el suyo propio.

Quizás deberíamos ponerle nombre y rostro. Identificarlo y denunciarlo, y enseñarle a los más pequeños a vivir con él y sin él, enseñarles que la ley no es una verdad de granito, sino un acuerdo regulador de la convivencia, y que como tal, puede discutirse, cambiarse y reformularse, y transmitirles que, en los últimos cinco mil años, ninguno de los miedos que iban a destruír el mundo se ha hecho realidad, así que tal vez sea hora de empezar a aprender del pasado.

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