Siempre es así. La gente se muere sin avisar, de puro morirse, nomás. Nunca estás preparado para que se muera nadie. Nunca es el momento correcto para la muerte. Y sin embargo, van y se mueren. Así, sin nada más que dejar de respirar.
En mi casa siempre hubo muchos animales, pero hubo uno, con permiso de mis dos perras, reinas absolutas del zoofondo de casa, que fue especial para mí y para mis hermanos. Fue Dailan Kifki, con su dueña atolondrada que paseaba su malvón (y recuerdo con mucha ternura que el libro comience precisamente cuando ella sale a pasear su malvón. De niño me parecía lo más normal del mundo, porque no tenía ni idea de lo que era un malvón), y el bombero que siempre hablaba en rima, y el hermano Roberto, que siempre decía: “Estamos fritos!”, y la sopita de avena, y el club de remontadores de barriletes, y la tía Clodomira, y tanta magia en tan pocas páginas…
Dailan Kifki aterciopeló las noches de mi primera infancia, con la voz suave de mi madre leyéndolo en voz alta, debajo de un cuadro que teníamos en el que podía verse un hipopótamo enorme, lleno de corazones, con un cartel que decía “Te quiero tanto que duele”. Teníamos el clásico ejemplar de tapas amarillas, destrozado de leerlo y releerlo, de intercambiarlo con Chaucha y Palito, con El Reino del Revés, y esos dibujos de niños siempre con cuatro pelos en la cabeza.
El twist del Mono Liso, El Brujito de Gulubú y tantas otras constituyen la banda sonora de mi escuela primaria, los primeros recuerdos. Siempre estuviste ahí, con tu música, con tu alegría, con el corazón herido de tu Pájara Pinta, los temblores de miedo de la Reina Batata y un mundo repleto de riqueza que, hoy, treinta años después, sé que es parte de lo que soy, que me constituyó como persona, que me aportó algunos de los valores que trato de enseñar a mis hijos.
Y te tenías que morir, carajo.
Justo cuando hace poco más de un año, leímos en voz alta, con mis hijos, Dailan Kifki, y pude palpar sus fantasías de papel, sus caritas de ilusión, la ternura sabia que drenaban sus páginas. Por primera vez pude imaginar parte de lo que debían sentir mis padres al leerlo para nosotros. Pude compartir con ellos, en silencio, con un secreto pactado también contigo, la maravilla de ilusionar a los niños, de relatarles fantasía, de enseñarles a querer casi sin querer, de costadito. Entendí, ya grande, de qué está hecha toda esa ternura.
Y sí, te tuviste que morir, carajo.
No te conocí personalmente. No pude decirte que tuve que ser padre para entender lo importante que fuiste para mí. Dejame darme ese lujo ahora, sin ser pretencioso. Porque sin saberlo, pero queriendo, con tus canciones me regalaste parte de lo que ahora doy a mis hijos. Justo este fin de año pasamos las vacaciones de navidad escuchando una y otra vez tus canciones. Mi hijo Daniel, de cuatro años, canta El twist del Mono Liso a todas horas, llenándome de orgullo y de ternura.
Y fue ahora, justo ahora, que entendí la subversión callada de tus letras, el llamado pacífico a la rebeldía, el poder infinito de tu ternura. Fue ahora que pude comprender que, si puedo llamarme buen padre, parte del mérito es tuyo.
Y te tenías que morir, carajo.
Tu partida me encontró solo en Madrid, en una habitación de hotel, con treinta y siete años y en viaje de trabajo. Me arrancó lágrimas de verdad, un picor en la nariz (que por suerte no se me cayó dentro de la taza) y en los ojos, profundo, cavernoso. Me sentí muy solo, y con una tremenda necesidad de abrazar a mis hijos, de decirles lo afortunados que son por el simple hecho de que una vez, su papá, cuando era niño, escuchó tus canciones, leyó tus libros y te hizo parte de su vida. Sentí necesidad de apretujarlos, de bajarles la luna en camisón, de bañarlos en un charquito con jabón, de regalarles tu perro pequinés que se cae para arriba y no puede bajar después. Quise invocar el tesón de Manuelita para ir, un poquito caminando y otro poquitito a pié, hasta Barcelona, solamente para besarlos, para decirles que es en la corte del rey donde siempre se oculta la naranja paseandera que a todos nos roban cuando dejamos de ser niños. Quise ir en tranvía a Tucumán, para regocijarme una última vez en tu gato y chacarera, y a la vuelta pasar por la quebrada de Humahuaca, donde la Vaca continúa rumiando sola la lección, y volver aquí, manejando un cuatrimotor.
Y te moriste nomás, carajo.
Entonces recordé que soy un hombre, que los hombres no lloramos, y que sabemos que la muerte es parte de la vida. Intenté dejarte ir, y otra vez la distancia de mi tierra y la nostalgia de tu voz rompieron mis lágrimas.
Y entonces decidí que en mi casa no te morís, carajo.
Porque cada una de las millones de lágrimas de todos los que fuimos niños y supimos de tu grandeza, de tu ternura y de tu magia nos obligan a mantenerte viva para nuestros hijos. Ahora y siempre, María Elena.
En mi casa no te morís. No te doy permiso.
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