Estoy en un lugar del mundo que al principio no era el mío. Nunca termino de saber si uno es de la tierra donde tiene sus hijos, o de aquélla donde entierra sus muertos. En cualquier caso, sin prisa por enterrar muertos, y sin pausa en la maravilla de ver crecer a mis hijos, este es ahora mi lugar, al menos el lugar que me toca. Y desde donde estoy, por una ventana de ángulos de noventa grados, se ve un mundo que se extiende en trescientos sesenta, para allá, para allá y para allá. Sospecho que para allá también, pero no veo porque cuando me asomo a la ventana, invariablemente, detrás de mí hay una pared.
En ese pedacito mundo que se ve desde donde estoy hay varias montañas. A veces, cuando hace frío, blanquean sus cimas pintadas de blanco nuclear, refractando los rayos del sol hasta mi ventana. Otras veces esconden sus dientes de roca y tierra entre los vapores oportunos de las brumas matutinas, y me gusta porque sé que la montaña está ahí, y no puedo verla. Es como mis amigos de toda la vida. Sé que están ahí, en las calles de Buenos Aires, en otras ciudades más al norte o más al sur, perdidos muchos de ellos en su exilio privado, y no puedo verlos. Tienen la solidez de la montaña y el misterio de la bruma, la mirada transparente del sol de invierno y las mismas raíces profundas, estables bajo el peso de miles de toneladas de cimientos, sólidas, eternas. Otras veces, cuando la noche llega sigilosa a instalarse en el techo, se transforman en una sombra oscura, una silueta recortada contra un fondo azul marino, que solamente se deja adivinar como la frontera secreta a partir de la cual las estrellas abandonan su parpadeo insomne para retirarse a dormir, al menos por un rato.
Desde donde estoy se ve un planeta que estornuda su resfrío monumental, apenado, mientras sufre en silencio la soberbia de los seres humanos, que creen tontamente que están destruyéndolo, cuando lo único que están destruyendo son sus posibilidades de sobrevivir en él. Se ve un planeta que sabe que, cuando los humanos terminen de matarse, diez, veinte millones de años después, habrá otra forma de vida, como pasó siempre desde el principio de los tiempos. No es otra cosa que la soberbia lo que va a matarlos. No es otra cosa que soberbia lo que les impide ver.
Desde donde estoy se ven millones de personas diminutas, sin rostro y sin pelo, que todos los días van a trabajar, vuelven, cenan, se pelean, se perdonan, se odian y se abrazan. Después fornican y dicen a los demás que fornican más de lo que fornican en realidad. Beben cerveza y dicen a los demás que podrían beber más cerveza de la que en realidad pueden beber. Se aburren de sí mismos y dicen a los demás que saben estar solos. Son como sombras recortadas sobre papeles sucios. Aman a las personas que hay en su vida más de lo que están dispuestos a admitir, y no les dicen nada acerca de ese amor, porque prefieren el silencio al vértigo de no saberse correspondidos en exactamente igual medida, o más.
Desde donde estoy se ven ciudades arrasadas por la furia del mar, árboles caídos; soplados hasta la muerte por un viento terminal. Se ven niños descalzos con el barro a la cintura, intentando salvar una cesta de fruta semipodrida, un muñeco de peluche y dos aviones de papel de los destrozos de la inundación. Se ve que la policía y los bomberos no saben qué hacer. Se ve el avión de los ricos tirando en paracaídas la comida que les sobra, mientras desde sus casas confortables se lamentan así: “¡Pobrecitos los pobres!”.
Desde donde estoy se ve el aire cargado de palabras transmitidas exculpando a los culpables. Casi pueden oírse sin esfuerzo, sus letras negras mintiendo las razones turbias de los males, las excusas plausibles de las catástrofes y las frases salpicadas de anestesia de los analistas expertos en pavadas.
Desde donde estoy puedo ver, también, y sin ningún esfuerzo, los demonios pacíficos de mi infancia. El aliento de pasto tierno de mi perra en la cara y el silencio de la hora de la siesta frente a un cuaderno de deberes escolares sin hacer. Un gesto con la lengua, un soplido y un renuncio, justo cuando el grafito de mi lápiz comenzaba a arañar en el papel rayado una suma de líneas temblorosas. Puedo ver, de grande, el regreso previsible de esos demonios alados, que sobrevuelan las camitas de mis hijos sin asustarme, prometiendo con sus ojos rojos más infancia, más dolor de adolescencia, más tiempo y tiempo de fantasías.
Desde donde estoy se ve un horizonte difuso y borroso, en el límite de un mar que no tiene del otro lado a mi tierra, pero es como si la tuviese, es como si cada una de las olas pudiese deshacer en sus espumarajos un trocito de mi costa infinita, un recuerdo de ballenas y pingüinos, una promesa de mi Uruguay natal, una fiesta de sol y playa con mis hermanos, las pieles de niños oscurecidas por el sol, los sueños intactos, el tiempo aún como una medida infinita de lo que no va a llegar nunca.
Desde donde estoy se ve claramente el miedo. No es el mío. No es el tuyo. Es el miedo de todos y el de nadie. Es el miedo con el que estamos aprendiendo a vivir, al que nos vamos acostumbrando sin protestar. Es un cuerpo espeso y dos alas nervadas, enormes, un paraguas siniestro que tejemos sobre nuestras cabezas con paciencia y cautela, como la mortaja interminable de Amaranta Buendía, una labor primorosa y siniestra, una bolsa de gatos infame donde se mezclan las emisiones de Gran Hermano con media docena de guerras remotas, un brote epidémico de enfermedades mortales y las aberraciones modernas de una ciencia sin mas ética que la financiación renovable año a año.
Desde donde estoy se ven, perfectamente y sin interferencias, las huellas indelebles que me trajeron hasta aquí, mis marcas lloradas a fuego lento sobre aviones y trenes, la decisión lenta de abandonar mi casa, los abrazos de despedida y los pares de labios marcando un adiós temporal que se haría permanente. Se ve el rastro de ese camino, la nostalgia derrochada semana a semana de mi barrio, la falta aguda y diaria de tres medialunas de grasa, el reguero de gotitas de sangre de ternera sobre una parrilla de asado con amigos, la letra y música de Patricio Rey, contando en frases criptográficas el dolor de la partida, y una década después, en las mejillas de mis hijos, se ve el resumen lisito e impoluto de todo lo bueno que me pasó desde la última vez que viví en América.
Desde donde estoy, desde mi ventana, se ve perfectamente el parque de enfrente, una canchita de fútbol, la biblioteca y la plaza en la que vamos a andar en bicicleta. Se ve perfectamente todo lo que rodea mi casa. Se ve que hoy, ahora, ésta es mi casa. Me gusta mi ventana. Me gusta mirar por ella, aunque siempre, a mi espalda, aguarde una pared.
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