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Mis palabras, mi silencio y viceversa

Cargo un silencio demoledor. Nadie, en ninguna parte, conoce sus claves, su peso redondo y consistente, sus aristas cambiantes, sus filos innovadores, su pluriempleo silencioso, callado, poblado sin embargo de sonidos inverosímiles. Soy mi silencio y mis palabras. De un lado callo lo que no puedo ni quiero ni sé decir, desde el otro predico en voz alta parte de lo que no consigo callar. Desde el centro; escucho las dos voces. Mis dos voces. Su polifonía constante me ensordece, pero también me muestra el camino.

I. El silencio

El silencio perpetuo, obligado, encerrado, inerte, me habla de derrota, de batallas perdidas, de amores marchitos, de miedos presentes. Trae hasta mí, desapasionado, el perfil claro del edificio donde transcurrió parte de mi infancia. Un frente de minúsculas baldosas en tonos diferentes de azul y granates oscuros, mezclados con alguna ausencia esporádica disfrazada de hormigón. Y me cuenta, como casi cada día, el caos ilegible del aeropuerto el día que dejé mi casa, un ir y venir de personas desconocidas en traje de sombra. Revive en mi pecho una sensación de anestesia, una fuga hacia adelante de lágrimas que en silencio no saben caer.

Lo dejo seguir, lo escucho, atento, vigilante. Habla de cosas que no son, pero están. Habla del dolor que ya no duele. El dolor actual, el que todavía duele, vive del lado de las palabras. Los dolores viejos, cuando pierden vigencia, cuando ya no duelen, se suman de a poco a las filas del silencio, mirándome con ojos tristes, como los perros que te siguen durante una noche de lluvia, y con esa tristeza vitrificada suman derrota a mi silencio, aportan ternura, también, y un poco de esa tranquilidad inusual que tiene el final de un episodio vital, cuando ya no puede empeorar ni mejorar; cuando hay una parte de la vida que simplemente deja de ser, por mucho que sus restos sean voluminosos y aseguren la presencia eterna de esa falta.

Y lejos de ser nada más que tristeza, mi silencio atesora voces amigas, palabras dichas hace mucho tiempo, tanto que es casi al inicio; pero dichas con la verdad en los labios, con amor en los dientes. Y esas palabras, convocadas contra su voluntad al silencio perpetuo en el que transcurre la memoria, dibujan rostros, encarnan piel y pelo y uñas, manos y brazos que dan y reciben, hombros que, lejos de ser para llorar, son para apoyarse durante una borrachera feroz, para asegurar una mochila y salir a recorrer mundo, para apuntalar un equilibrio deficiente durante una noche de fiesta o para colgar el abrigo cuando todos los otros soportes se esfuman mágicamente.

Mi silencio guarda también, para tenerlo a mano cuando lo necesite, el olor espeso, tibio y dulce de la cremosa de doña espumosa que mi abuela cocinaba largamente sobre un fuego de gas metano, naranja, con llamitas que lamían para siempre los fogones ennegrecidos de su cocina polvorienta. Y en el mismo sitio, sus respuestas sabias, siempre a mano: “Abuela, me duele la cabeza”. Un silencio, un gesto comprensivo con las cejas y un dedo índice en alto: “Señal de que la tienes, hijo mío. Si no la tuvieras, no te dolería.”

Mi silencio, con una chispa en la mirada, me permite observar, cada vez que quiero, como acompañaba, tablero de ajedrez y una sillita de cámping en mano, a mi hermano a hacer caca, y nuestras caras concentradas, ignorando a conciencia el tufo de los vapores fecales humanos, para intentar descifrar el movimiento esquivo de un peón enemigo. Tiene también cada uno de los abrazos de mis hijos, porque cada vez que me abrazan, aunque ya lo sé, un estremecimiento profundo me asalta por sorpresa, y su ternura me deshace por dentro, dejando sólo un calorcito invencible y una razón poderosa para hacer bueno el futuro.

II. Las palabras

Mis palabras, en cambio, son el presente rabioso, la guerra que no acaba, el hambre perpetuo que te obliga a seguir buscando, la furia incansable que no cede al silencio. Están todo el tiempo, gobernando mi corriente de pensamiento, llenándolo de juegos absurdos, de peces en movimiento, de siluetas armónicas y púas sibilantes. Mis palabras se encargan de poblar el momento, de pintar con cuidado las líneas de ida y vuelta, los contornos sinuosos de lo que va sucediendo. Saben relatar la risa de mis hijos y los recuerdos de mis padres.

Y sin proponérselo, constantemente me someten a la tiranía escrupulosa de intentar sostener con hechos lo que digo, de proponerme cumplir con lo que prometo, de trabajar para ser la persona que digo ser.

Mis palabras juegan juegos, también. Hablan de mis ganas de jugar, de la tenacidad con que trabajo para rescatar de mi memoria los hechos que me construyeron, mi pasado menos poético, menos ejemplar, menos heroico, menos memorable. Hay en mis palabras episodios rescatados del silencio. Hay sonidos con la misma voz, para hablar de pasión y para hablar de quedarse sentado en el sofá.

Pero mi boca, bastión principal desde el que las palabras dejan de pertenecerme, se llena de espuma fresca y chispas de chocolate cuando digo palabras que me gustan, como el nombre de mis hijos, como tambor, labiodental, ortorrómbico o flambeado, cuando pronuncio las claves que me delatan amando o disfrutando. Y se me llena de un regusto de pétalos lilas cada vez que pienso en Buenos Aires en primavera, dibujando con los labios un jacarandá en flor, y de un sabor de salitre cuando relato a mis hijos los veranos en mi Montevideo natal, de playas de arena interminable, peces al alcance de la mano y mis tíos tomando mate y cantando. Otro sabor, esta vez de sangre y miel, me desborda hasta los labios cada vez que hablo del silencio, cada vez que las palabras traen desde mi pecho a mis dientes el silencio que me habita.

Pero una vez más, y siempre, son las risas de mis hijos las que acuden al rescate, las que perforan mi silencio, dejando salir las palabras más bonitas que su coraza de latón encierra. Y entonces recupero mis palabras, las reparto, las regalo, las difundo, las arrojo por encima de los muros, las dejo en los bancos de las plazas, las suelto con disimulo en las góndolas del supermercado, las escondo entre las páginas de libros ajenos, para que puedan así asaltar a los lectores por sorpresa, las quemo sobre una torta para que mis hijos, al soplarlas, escuchen mi voz más auténtica celebrando sus cumpleaños, las lanzo por debajo de las puertas, sin saber quién está del otro lado, y aún así poniéndolas a sus pies.

Y cada vez lo sé con mayor certeza: soy mis palabras, y también mi silencio. Mi silencio conserva para mí el pasado, devolviéndomelo de a pedacitos cuando quiero relatarlo. Mis palabras avanzan sobre el futuro. Y yo, aunque parezca lo contrario, ni siquiera por un segundo me divido entre ambos.

Mis palabras no se oponen a mi silencio, y viceversa.

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