Mis padres me enseñaron cosas. Muchísimas cosas. Una gran cantidad de ellas proverbialmente inútiles, como levantar la tapa del inodoro para hacer pis, sostener a la perra por el pellejo de la nuca para bañarla, comer la carne con pan – parece ser que así es más digestiva – o a no quedarme con los vueltos. Otras, sin embargo, resultaron fundantes de la persona que soy, erigiéndose en verdaderos pequeños aciertos, entre los que puedo contar, estando seguro de no mentir: ser jipi, de izquierda, profundamente ateo, carnívoro, respetuoso con los mayores, buena persona en general, generoso en particular, solidario – un dechado de virtudes, vea – el amor por los animales – también por mis hermanos –, y seguramente el gusto por las tortafritas1 los domingos de lluvia.
Cuando cumplí los seis años, se dieron cuenta de que habían tenido demasiado éxito inculcándome valores y buenas intenciones. Este descubrimiento los hizo temer por mi posible buen desempeño en la vida adulta, enfrentando los malos tragos que seguramente me depararía; ya que soltar una buena persona al mundo, así, sin más, sin proporcionarle un poco de mala leche para defenderse de los otros, era sin duda una locura injustificable y una irresponsabilidad. Entonces me mandaron a la escuela, donde el gran sistema educativo argentino hizo un excelente trabajo, transformándome en un hombre de provecho. A pesar de los esfuerzos de mis maestros y educadores, algunas de las virtudes originales heredades de mis padres sobreviven aún en mi carácter mundano y cosmopolita. Entre ellas, como no podía ser de otra manera, se cuenta la absoluta carencia de fe religiosa, una arraigada y secreta pasión por el desorden personal, el desaliño en el vestir y la pérdida constante de objetos pequeños en la rutina diaria, y el amor secreto e incondicional por la carne bovina en general, y vacuna en particular – que continúo comiendo con pan, aunque sigo sin creerme del todo que así sea más digestiva –.
Por supuesto, fueron años felices. Mi herencia familiar, desordenada, impuntual, apasionada y juguetona, resistiendo los envites constantes de una educación para hombres de bien. En el medio, lo único que había, señoras y señores, era un niño.
Los niños – y me permito una explicación breve, para quienes no los conozcan – son esas personas chiquititas que joden y joden, que lloran en los aviones, gritan en los restaurantes, corretean en lugares inoportunos y, sobre todo, nos impiden a los mayores hablar, comunicarnos entre nosotros y vivir nuestras vidas tranquilamente.
Estos enanos, además, tienen otro montón de defectos que es preciso identificar si queremos comprender cabalmente al fenómeno que nos ocupa. Enumeraré a continuación algunas de sus características mas peligrosas para el hombre moderno:
- Son aterradoramente espontáneos. Dicen la verdad de lo que se les pasa por la cabeza, sin medir las consecuencias ni preocuparse cívicamente – como corresponde – por no herir, ofender o poner en evidencia a alguien.
- Juegan. Seguramente una de sus características más temibles. Parecen empeñados en hacer ruido, divertirse y abusar de una espantosa mueca a la que llaman risa, que aturde e impide ver la televisión en condiciones.
- No esconden lo que sienten. Estos enanos urbanos, que podemos encontrar en casi cualquier casa de familia, tienen la fea costumbre de pregonar en voz alta y sin ningún decoro sus sentimientos más profundos. No conformes con ello, además, lo hacen interpelando en primera persona a gente proba y honorable, que jamás haría gala de una falta de tacto tal como para decir a otro, frente a terceros: “te quiero mucho”, exponiéndolo sin piedad a la obligación social de una respuesta inmediata, al oprobio de expresar públicamente y en voz alta un sentimiento verdadero.
- Miran a los Ojos. Sin rastro alguno de civilización, constantemente buscan la mirada de los demás, el contacto.
- Abrazan, besan y tocan. Como aún no están convenientemente enseñados, ceden continuamente a sus incívicos impulsos de abrazar, besar y tocar a otras personas, invadiendo su espacio vital e incomodándolos en las más pintorescas y rocambolescas situaciones.
Y podría continuar, pero estas características son ya de dominio público, o casi, y en mi reflexión de hoy pretendo focalizarme en el aspecto religioso. Son muchas las corrientes de opinión sobre la fe. Muchos la profesan auténticamente – y vaya para ellos mi admiración y mi envidia –, otros se aprovechan de los primeros y viven de administrar la fe ajena – negocio redondo desde que el mundo es mundo, y es redondo –, y otros, como un servidor, simplemente la negamos. Así, la negamos, y ya está. “Pero señor Aprendiz de Brujo – me preguntan –, ¿usted no cree en Dios? ¿No tiene fe?”. “No – respondo, convencido –. Pero no solamente no creo en Dios, sino en ningún tipo de instrumentación de la fe, en sus muchas formas, de las que el hombre es tan aficionado a profesar. Esto incluye, pero no se limita a: Iglesias, religiones y Dioses de cualquier tipo, forma y color, espectros, fantasmas, ángeles, mesías, chamanes, curanderos, gran parte de los ejercicios de medicina alternativa, gran parte de los ejercicios de la medicina tradicional, ministros, diputados, presidentes, reyes, iluminados, formadores de opinión, periodistas a sueldo, investigadores a sueldo, benefactores a sueldo, beneficiarios en general de la ingenuidad ajena, teleoperadores, compañías de seguros, bancos, el sistema financiero en general, la gripe A, el efecto 2000, la resurrección de la carne, la resurrección de Pinocho, el Feng Shui, Aquaman y que las personas algún día levantarán la caca de sus perros.”
Los religiosos me miran, entre desconcertados y ofendidos. Los administradores de la fe ajena me apuntan con el dedo desde su púlpito dominical. Los demás se ríen bajito, de costado.
Lo cierto es que, desde que terminé mi educación, – larguísimo período de mi vida durante el cual mis padres y el Ministerio de Educación y Justicia se contradijeron permanentemente –, los restos vitales de mi ética y moral resultantes y yo, convivimos así, en la ausencia de fe y soñando despiertos con tortafritas los domingos de lluvia, por la tarde.
Y entonces, algunos meses después de haber sido padre, un día cualquiera, te das cuenta de que se te ha instalado en casa uno de estos enanos – ahora ya son dos –. Entre sus muchos defectos, algunos de ellos previamente explicados, se cuenta el preguntar y preguntar, sin parar de preguntar.
Y otros meses más tarde, sin que nadie te avise nada, te ves reflejado en dos ojos enormes, abiertos, perplejos, iluminados, que beben con la mirada tus palabras, tu explicación, tu paciencia y tu falta de paciencia, lo poco que te queda de ternura, tu capacidad de asombro, tu falta de sueño, tu status de hombre moderno. Todo eso con dos ojos redondos y grandes. Dos ojos en los que ya no cabe el asombro.
Y te das cuenta, con un dolor en el pecho, que detrás de esos dos ojos, en ese cuerpecito enano y muy probablemente cabezón, hay un montón de amor. Y ese montón de amor cree que lo sabés todo, que el bastión último de la sabiduría ancestral, la encarnación hecha hombre de la verdad y la justicia, el prototipo de Dios en la tierra, se llama Papá. Te das cuenta que nadie, nunca, te había mirado de esa forma. Ni tus padres, ni tus amigos, ni tu mujer. Nadie había tenido tanta fe en vos. Y te das cuenta también de que nadie, nunca, volverá a tenerla. Ni siquiera tus hijos, cuando descubran que ese dios barrigón y malhumorado es solamente un hombre.
Pero mientras tanto, con todo el bagaje a la espalda, sos Dios en la tierra. No hay manera, humana ni divina, de eludir esa responsabilidad. Sos el Dios depositario de la fe más inconmensurable que puede experimentar el hombre: la fe de los enanos. No existe fe más absoluta y total. Y cada una de tus palabras la impacta, la amplía o la reduce, la educa o la lastima.
Y lo que es indiscutible, es que la fe humana puede con todo. No hay arma más poderosa que la fe. No la fe de la que venden los escribanos, sino esa que brilla en los ojos de los niños, esa que los adultos moldeamos a cada momento, sin darnos cuenta, sin sentir la responsabilidad extrema de estar cimentando el potencial del hombre del futuro.
A mi fe se la llevaron los demonios desde un principio, dejándome ateo y desamparado, pero hoy ha vuelto. Hoy sé que la fe existe. Me la devolvió la mirada de mis hijos, y en esa mirada deposito mi fe nueva. Hay esperanza.
- Torta de masa frita en grasa de vaca, con azúcar ↩
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