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Besos en la boca o la siesta juntos

Quizás por simple fortuna, o tal vez por un ligero exceso de conciencia, escepticismo o falta de compromiso moral con la sociedad civil, el día del Padre, como tantas otras celebraciones abanderadas del consumo disfrazado de amor, me importa casi tanto como la densidad de los bigotes del gato de Angora: es decir, nada.

Sin embargo, y a pesar de eso, suelo aprovechar los circulitos rojos en el calendario para pensar sobre las cosas, porque nunca está de más dedicar, aunque sea un día al año, a reflexionar acerca de los entresijos de algo aparentemente menor, pero que tiene una importancia, relativa según cada cual, y absoluta en lo particular.

 

Y la paternidad es uno de esos temas. Al menos lo es para mí, porque siento que, así como el mundo está cambiando de forma indiscutible para las mujeres, y ese es un tema instalado en la sociedad, y del que se habla muchísimo, el efecto boomerang de esa evolución social es – entre muchos otros – un profundo cambio en la forma de ejercer la masculinidad, y por lo tanto, la paternidad. Mientras hace apenas cien años, las mujeres no podían votar, los hombres no podían besar a sus hijos. Mientras las mujeres tenían prohibido conducir, los hombres no conocían los detalles cotidianos de la crianza de sus hijos, ni sabían cambiar un pañal, ni disfrutaban de un beso babeado desparramado por toda la cara, ni jugaban juegos con los niños, ni les limpiaban el culo cuando dejaban los pañales, ni perdían la paciencia luchando con una cucharada de puré de verduras, ni escuchaban preguntas imposibles. Los niños empezaban a existir para sus padres al inicio de la escuela primaria.

 

Definitivamente, es uno de los grandes avances de nuestro siglo: la implicación total del hombre en la crianza. No tengo dudas de que es bueno para las mujeres, aún mejor para los hombres, e indiscutiblemente fantástico para los niños.

 

Y entre las cosas que los hombres aprendimos no hace tanto, está el contacto físico con los hijos.

 

I. Besos en la boca

 

Los besos son una más de las convenciones sociales. En Argentina los hombres nos saludamos con un beso en la mejilla. En España no. En Argentina hombres y mujeres nos saludamos con un beso en la mejilla. En España, hombres y mujeres nos saludamos con un beso en cada mejilla.

 

Yo beso a mis hijos en la boca.

 

Los besos en la boca son quizás una de las expresiones de intimidad más profundas y hermosas de las que somos capaces los seres humanos. Interviene la mirada, el rostro entero y los labios. Interviene el amor, la dulzura y la cercanía. Los labios son una frontera, que marca el límite del cuerpo a partir del cual no permitimos que cualquiera nos toque. Labios con labios es algo que solamente se puede entre personas que se aman, y ese amor es condición necesaria, pero no suficiente.

 

Yo beso a mis hijos en la boca.

 

Los beso en la boca porque no soy capaz de besarlos como beso a una persona que me presentan en una reunión, o como beso a su maestra cuando voy a una reunión en la escuela. Los beso de forma íntima, cercana y total. Y ellos lo viven como algo natural.

 

Mi mujer y yo hemos sido capaces de enseñar a nuestros hijos a expresar el amor. Los cuatro nos besamos en la boca.

 

Y sin embargo, por alguna razón, no soy capaz de besar a mi padre como beso a mis hijos. A mis casi cuarenta años sigo siendo víctima de algunos tabúes inmemoriales, y eso me hace temer que suceda lo mismo cuando mis hijos sean hombres. Los hombres, entre hombres, no sabemos darnos amor. Nos abrazamos como osos, nos palmeamos las espaldas unos a otros y nos gritamos como gorilas dominantes.

 

Tendrán que pasar otros mil años, y quince o veinte revoluciones socioculturales más, para que los hombres aprendamos a darnos amor con naturalidad entre padres e hijos.

 

Y aún así, sin importarme el reflejo social que pueda tener, yo beso a mis hijos en la boca, y los seguiré besando hasta que su propia hombría les prohíba a ellos besar a su padre sin sentirse, por eso, menos hombres, como me pasa a mí.

 

II. La siesta juntos

 

Una de las cosas que primero aprendí a disfrutar de la paternidad, antes incluso que los besos en la boca, fueron las siestas con mi bebé dormido en el pecho. Pablo nació en Málaga, en pleno verano. Entonces yo tenía jornada intensiva en el trabajo, y salía disparado para mi casa, bajo el sol inclemente de las tres de la tarde, desesperado por meterme cualquier cosa entre pecho y espalda, y tumbarme en el sofá con mi bebé encima. Él se ovillaba entre mi barbilla y mi panza innoble, y cruzaba sus manitos de bebé por debajo de sus mejillas de bebé, acompasaba su respiración de bebé a mi respiración de padre, y encontraba la paz absoluta: la paz de los bebés. Todos los días dormíamos esa siesta. Yo no descansaba, porque en el fondo temía moverme y tirarlo al suelo, así que cerraba los ojos, con los músculos tensos, y jugaba a ser la cuna de mi bebé. Acariciaba su espalda, su cuello, y escuchaba atento como su respiración profunda purificaba mi propio aire.

 

Pero las siestas juntos duran poco. En seguida son más grandes, y ya no duermen en tu pecho. Pablo, con seis años, hace más de dos que se niega a dormir siesta. Daniel, con cuatro, empieza a negarse. Quiere quedarse jugando con su hermano, en vez de dormir conmigo la siesta que todos los sábados y domingos hacemos juntos después de la comida.

 

El domingo pasado, cuando acabamos de comer, y después de fumar en mi balcón el cigarrito ritual, le dije:

 

–        Daniel, ¿vamos a dormir una siestita?

–        No quiero. – dijo, firme y convencido.

–        Venga, vamos a dormir juntos un ratito.

–        Quiero quedarme viendo la tele.

 

Íbamos a salir a un cumpleaños, y yo quería que durmiese, porque luego se cansa y se pone como todos sabemos que se ponen los niños cansados, así que apelé a lo que apelamos los padres cuando queremos convencer sin castigar ni levantar la voz: la culpa.

 

–        Daniel, si tú no vienes papá no puede dormir.

–        Pero no quiero – insistió.

–        Hagamos algo – propuse -. Tú no duermas. Solamente ven conmigo a la cama para que yo me pueda dormir.

 

Me miró con recelo, pero en seguida se sintió importante, así que sonrió y vino de buen grado.

 

–        Yo no me voy a tumbar – me dijo –. Me quedaré sentadito hasta que te duermas.

–        Vale.

 

Me acosté, y él se sentó a mi lado, mirándome con picardía. Se tapó las piernitas con la manta y se dispuso a esperar que me durmiera.

 

–        No puedo dormir – mentí – ¿Por qué no me haces mimitos en la cabeza?

 

Su cara, como siempre, se iluminó de punta a punta, y pareció que la sonrisa se le iba a salir por las mejillas. Se recostó despacito junto a mí, y empezó a acariciarme el pelo con tanto amor y ternura como no estoy seguro de haber sabido hacerlo yo alguna vez. Me miraba fijamente, y cada algunos segundos pegaba su mejilla a la mía, sin dejar de acariciarme, sólo para ofrecerme el contacto de su piel.

 

Nos despertamos abrazados una hora más tarde, y sus ojitos somnolientos dejaban aún adivinar su sonrisa y su felicidad.

 

Y solamente una semana después, es el día del padre. No me hagan regalos, gracias. Estoy servido.

 

A mis hijos y a mi padre, con todo el amor del mundo.

Federico Firpo Bodner

Barcelona, 19 de marzo de 2011.

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