La primera vez que me sentí plenamente hombre no fue cuando por fin conseguí desnudar a una mujer. Ni siquiera la primera vez que conseguí desabrochar un corpiño. Tampoco fue la primera vez que sentí calentarse la carne del rostro de otro bajo un golpe de mi mano, ni la primera vez que grité un gol con todas mis fuerzas. No fue cuando, estupefacto, descubrí un largo y único ejemplar negro de vello al costado de mi pubis, ni cuando, emocionado, hurtaba la Phillishave de mi padre para hacerme cosquillas sobre el labio con sus tres cuchillas girando como molinos zumbantes. Ni siquiera se trató de la primera vez que jugué al fútbol, ni de la primera vez que, desobedeciendo a mis padres y al sistema educativo, falté a la escuela por la pura y simple gana de faltar.
La primera vez que me sentí plenamente hombre, fue cuando me ajusté, de medio lado, un chambergo gris prestado, bajé su ala desgastada, puse un cigarrillo apagado en mis labios y me adiviné en un espejo, haciendo coincidir el borde del ala con los dos focos verdegrises que señalan el centro de mi mirada. Me gustó lo que vi, y decidí que, desde ese momento en adelante, esa sería mi imagen. Ese mismo día, aún con el sombrero y varios cigarrillos más tarde, en una mesa de café, con quien hoy es un amigo entrañable, sellamos nuestra amistad con un pacto sagrado que tiene ya veintitrés años de vigencia: me sentí hombre porque descubrí, al mismo tiempo, mi cara y el significado de la amistad de hombre a hombre.
Después me sentí hombre muchas veces. Me sentí hombre la primera vez que protegí a una mujer de la lluvia, cuando me enfrenté a la policía por defender cosas en las que creía, cuando dije verdades y cuando defendí mentiras por creer que así servía a una causa mayor. Me sentí hombre cuando supe con certeza, en la piel y en la sangre, que amaba a las mujeres en general, y más hombre aún cuando aprendí a amar a una en particular.
La primera vez que me sentí plenamente argentino no fue cuando me pincharon en la solapa del guardapolvo blanco una escarapela celeste y blanca, rematada en el centro por un botón celeste, ni cuando, rodeado de la solemnidad de cartón piedra del salón de actos de mi escuela, aprendí los versos sincopados del Himno Nacional, mientras la señorita Graciela Amor danzaba con sus manos de marfil sobre las teclas de un piano desafinado. Tampoco fue el dos de abril de 1982, cuando un montón de adolescentes muertos de frío, bajo el mando errante de un general borracho, tomaron por la fuerza las Islas Malvinas, ni poco más tarde, el 20 de junio de ese mismo año, cuando repitiendo palabras huecas que me habían enseñado mis maestras, prometí lealtad a la bandera, preguntándome íntimamente cómo hace un niño para serle leal a un trapo de colores.
La primera vez que me sentí plenamente argentino fue cuando, a pesar de contar solamente cinco añitos, me asomé por el techo abierto de un Peugeot 504 blanco, flanqueado por mis hermanos, para bañar mi cabecita en papeles de colores, gritando: ¡Argentina! ¡Argentina! Habíamos ganado el mundial de 1978, y aunque mi familia era de izquierda y comprometida con la lucha contra la dictadura, nuestra inocencia infantil estaba a salvo de los horrores que tapaba ese triunfo. Me sentí argentino cantando, por los pasillos de la escuela, que veinticinco millones de argentinos ganaríamos ese mundial. Me sentí argentino viendo en blanco y negro los bigotes de Luque, los brazos abiertos del matador Kempes y el casquito de pelo ridículo de Daniel Pasarella. Me sentí argentino viendo a Mario Sapag imitando a Menotti, mientras repetía hasta el cansancio: “No lo pongo a Pernía porque Pernía es triste”.
Después me sentí argentino muchas veces, con diversas emociones y grados de conciencia, pero nunca más volví a experimentar una sensación tan plena, tan claramente infantil, tan abstracta para un niño, y sin embargo tan absolutamente desbordante, enorme, motivo de orgullo y de gloria, de pasión, de emoción y de alegría. Por eso para mí, ser argentino es, sobre todo, ese sentimiento intraducible que, de cuando en cuando, nos une a todos los argentinos con cualquier excusa, pero borrachos del cual nos basta solamente una mirada para saber, sin ninguna duda, que estamos todos en el mismo bando.
La primera vez que me sentí plenamente padre no fue cuando me pusieron en brazos un bebé enrojecido, berreando y con la cabeza apepinada por el trabajo de parto. Me invadió una emoción profunda y difícil de explicar, pero en ella había más de miedo y felicidad mezclados que de paternidad. Tampoco fue algunas horas más tarde, cuando, con las manos temblorosas, intentaba despegar de su culito rosado el meconio, pegajoso y casi negro, sosteniéndolo por los tobillos con un miedo animal a rompérselos en pos de mi torpeza. No fue ni siquiera cuando me morí de ternura al verlo intentar mamar por primera vez, ni cuando el hospital dijo: “A casa, buenas tardes”, y salimos por la puerta con un bebé en brazos para el que, a pesar de haber leído concienzudamente, preguntado a nuestros padres, y habernos preocupado más allá de lo razonable, no estábamos preparados.
La primera vez que me sentí plenamente padre fue el día que vi a Pablo – mi hijo mayor – con sus piecitos desnudos y sus piernas flaquitas, tambaleándose de puro bebé, y su pelo rojo y lacio y sus dos ojos marrones y enormes, y sus manitos blancas, sus deditos diminutos coronados por uñas de mentira, todo él iluminado de felicidad, chorreando amor por todos lados, señalarme con el dedo e inventar, solo para mí, la palabra Papá. Un impacto en el pecho me dolió profundamente, y supe de una vez para siempre que él me reconocía como tal.
Después me sentí padre muchas veces, y a diferencia de otras cosas, es cada vez, si se puede, más gratificante que la anterior. Al menos por ahora, mientras mis hijos son aún pequeños, y la palabra Papá es sinónimo de héroe, Dios, guapo, listo, fuerte y admirable. En unos años, supongo, lo será de palabras menos elogiosas, pero tan auténticas como lo son éstas ahora mismo, y, espero, me harán sentir igual de padre, aunque probablemente no tan feliz. Por eso para mí, ser padre es, antes que nada, emplearse a fondo, con toda la pasión posible, en el intercambio filial, sin importar de qué se trate, sino la naturaleza del vínculo.
La primera vez que me sentí plenamente escritor no fue cuando, con el pulso alterado por la emoción, abrí el paquete donde venían los libros con mi nombre en la portada. Tampoco fue el día que puse el punto y final de mi primera novela, ni la primera vez que me felicitaron sinceramente. No fue cuando, por primera vez, vino un periodista a mi casa a entrevistarme, ni cuando, orgulloso y conmovido, presenté mi libro en la biblioteca del pueblo. Ni siquiera fue cuando descubrí que mi cabeza está llena de historias, que voy por la vida narrando para mis adentros todo lo que me conmueve, me divierte o me emociona. No fue tampoco la primera vez que adiviné admiración en la lectura de alguien a quien respeto desde el punto de vista literario.
La primera vez que me sentí plenamente escritor fue cuando, sentado en una vereda ventosa, bajo un porche gris que me protegía de un cielo encapotado, durante la fiesta de Sant Jordi, por primera vez miré a los ojos a un completo desconocido, le firmé un ejemplar de Matalobos y se lo di en mano, sonriendo y agradeciéndole por apoyar a los escritores independientes.
Después me sentí escritor varias veces más, como cuando me ofrecieron firmar en el libro de honor de visitantes de la biblioteca, o cuando me entrevistaron por la radio. Me sentí escritor cuando, consultando el catálogo por internet, descubrí que los dos ejemplares de Matalobos de la biblioteca estaban prestados, en casas de desconocidos, siendo leídos por personas de las que no sé más que su filiación bibliotecaria.
Y entonces pensé en las primeras veces, en lo difícil que es identificar esos momentos cuando están sucediendo, cuando son reales, cuando su ahora es tan inmediato y tan fugaz que apenas nos da tiempo para intentar ser nosotros mismos y hacerlo lo mejor posible. Y pensé que es necesario aprender de esa reflexión, e intentar vivir la vida con la ternura a flor de piel, con las emociones bien dispuestas, porque en cualquier momento, detrás de cualquier esquina, dibujada con desparpajo sobre cualquier papel, nos puede asaltar de improviso la vivencia imperdible de una primera vez maravillosa, y supe también que siempre será más importante estar bien dispuesto a vivirla que preparado para reconocerla.
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