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Días de Radio: una voz amiga

Durante el invierno de 1992, mi hermana Florencia, una amiga suya y yo, iniciamos una aventura destinada a la frustración, la miseria, el fracaso y un altísimo nivel de satisfacción personal: un programa de radio independiente. Como siempre en estos casos, había que vender publicidad, producir y escribir el programa, correr de arriba a abajo, y finalmente salir al aire. Lo hacíamos todo nosotros, con mucha ilusión, nula experiencia radiofónica y menos acierto en los aspectos comerciales del asunto. El programa salía al aire los viernes por la noche, en la franja premium, de 21 a 24 horas, en la radio – por entonces – ilegal FM La Boca.

La semana era un auténtico calvario. Visitar a los posibles sponsors, negociar una cuña de 20 segundos por cien o ciento cincuenta pesos, intentar convencerlos por argumento de ventas primero, de sonrisa después, y de llanto, súplica y artificios de magia negra, vudú y amenazas esotéricas por último. Necesitábamos cuatro patrocinadores para sostener el programa sin poner dinero de nuestros paupérrimos bolsillos. Además, mientras tanto, estudiar, trabajar y preparar el guión. Yo revisaba los diarios de la semana en busca de noticias absurdas para comentar, e inspirándome en los horóscopos errantes de los matutinos, me inventaba predicciones verídicas, supuestamente susurradas directamente a mis oídos por un Zodíaco privado, una revelación astrológica absurda y apócrifa, mentirosa, dibujada y parafraseada que ni siquiera ensayaba la pretensión de la verdad: augurábamos desgracias personales, catástrofes naturales, debacles financieras y escándalos amorosos para todo el mundo. Después, satisfechas las necesidades caprichosas de la futurología, escribía un folletín semanal en forma de radionovela, llamado Perfidia, cuya cortina musical era el conocido bolero. Era un culebrón infumable, irónico y pueril, en el que, para que el rosario de personajes fuese medianamente creíble, debíamos caracterizar cuatro o cinco de ellos cada uno de nosotros. Yo hacía todas las voces masculinas, y para sostener la veracidad en el cambio instantáneo de personajes, el único recurso físico que encontré para no mezclar las voces fue asignarle a cada uno de ellos un set de gesticulación particular, que incluía manos, boca, ojos, dedos y pies. Los amoríos triviales de un montón de frívolos se desencadenaban sobre los micrófonos avejentados de la FM, mientras nuestras voces variaban constantemente de timbre, y mis manos dibujaban el aire, ora trazando caminitos inciertos de peces voladores, ora decorándolo de pájaros pintados. Normalmente, y como debe ser en estos casos, terminábamos todo a último momento, y partíamos a las corridas, a bordo de un taxi, hacia la emisora, sin apenas tiempo para ensayar. En una ocasión introduje un personaje nuevo en los complejos laberintos de Perfidia: un anciano. Mi automatismo gestual le asignó a este anciano perverso y malvado un par de manos temblorosas, que ponía sobre el papel con el guión, vibrando al ritmo de las palabras mientras leía sus líneas. Durante el programa de esa noche, Florencia y Natalia apenas habían leído el guión, y mucho menos habían visto mi nuevo gesto. Comenzamos, como siempre, el folletín en vivo. Todo iba bien hasta que intervino el anciano. Es importante aclarar que yo tenía entonces diecinueve años, el pelo largo y lacio, casi hasta la cintura, y llevaba siempre un sombrero negro, de tango, incluso dentro del caluroso estudio de radio. Cuando imposté la voz de anciano y comencé a leer mis líneas, concentrado en el micrófono y haciendo temblar mis dos manos paralelas, Florencia y Natalia, al sufrir el visionado grotesco de mi post-adolescencia decorada con pelos y sombreros, los gestos rituales y la voz de anciano, estallaron en carcajadas explosivas en medio del episodio. Yo, primero rojo como un tomate y después conquistado por sus risas estrepitosas, me desbarranqué también. El operador del programa acudió al rescate con un tema de los Ratones Paraonicos, para darnos tiempo a calmarnos.

Un tema musical y dos anuncios después, estábamos listos para retomar. Pedimos disculpas a la audiencia y reiniciamos el episodio de Perfidia. Hasta tres veces, porque nuestra juventud, las ganas de divertirnos y la risa se volvían a detonar una y otra vez. Disfrutamos como locos, el programa de esa noche fue horrible, y abandonamos la emisora entre risas y empujones, siendo, más que nunca, lo que éramos por entonces: niños jugando a ser grandes.

Ni siquiera recuerdo cuántos episodios del programa logramos emitir (no creo que hayan sido más de diez), pero me es imposible negar que, desde entonces, quedó en mi pecho el germen de la radio, la magia modulada que comienza en cuanto se enciende la luz piloto que indica aire, el pulso acelerado de la consciencia física que te da intuir, del otro lado, muchos pares de orejas, muchos corazones escuchando palabras soltadas al viento. Como todas las cosas importantes de la vida de todas las personas, nuestra aventura de radio se construyó con ilusiones, con ganas, con algunas buenas ideas y muchas malas ideas, pero sobre todo y por encima de todo, con muchísimo amor y muchísima pasión. No tuvimos un éxito imparable, ni nos hicimos famosos, pero aprendimos que el aire puede transportar amor en frecuencia modulada. Aprendimos que la radio es una magia compartida, un motor que puede acercarnos, entre personas, la maravilla de descubrirnos unos a otros. Dicen que los ojos son las ventanas del alma, y si eso es así, entonces la voz es su sonido, su susurro secreto.

 

Casi veinte años después, volví a pisar un estudio de radio. No fueron las puertas imponentes de los lujosos estudios de la Cadena SER, ni las oficinas alfombradas de un importante grupo multimedios. Fue, nuevamente, un estudio sucuchito, apretadito, pequeño, apretrechado con los muebles que sobraban en casa, donde un puñado de personas jóvenes – mucho más experimentados y mucho más profesionales de lo que éramos nosotros – hacen radio con el mismo espíritu: por pura pasión, por amor a las palabras y a las voces, y, fundamentalmente, porque tienen algo que decir, algo que merece ser escuchado. Fueron los estudios en la Costa del Sol desde donde Pablo Mazzolini emite su programa Cambalache, de, por y para argentinos, pero con espacio en su alma noble para quien quiera acercarse, sin importar su filiación.

Habíamos convenido que estaría allí a las 9:30 de la mañana, porque Pablo me entrevistaría con motivo de la presentación de mi novela Matalobos en la ciudad de Málaga ese mismo día. Apuré un cigarrillo en la vereda, bajo el sol malicioso de junio, y toqué el timbre con el pulso alterado por la certeza de la proximidad de los micrófonos. Como tardaban en responder, volví a tocar. Entonces Pablo bajó corriendo las escaleras, me abrazó con afecto, como si me conociera desde siempre, y me soltó un argentinazo:

Boludo, estoy haciendo el programa, pasá, pasá.

 

En ese mismo instante me sentí parte, y mientras lo seguía escaleras arriba, apretando el paso para continuar la cita ineludible con sus oyentes, supe que estaba de nuevo en casa: radio hecha por seres humanos, con esfuerzo y sacrificio, para otros seres humanos que, más que la verdad, necesitan oír una voz amiga.

Esperé durante algunos minutos, mirando embelesado el trajín de la radio en vivo. Mauricio hablaba de deportes, hablaba de un torneo en el que en Independiente jugaba todavía la Chancha Mazzoni, y me transportó inmediatamente a esa época, a ese Buenos Aires, a esa sensación reconfortante de sentirse entre amigos. Entonces me tocó el turno. Me senté a una mesa oval, sin más lujos que cuatro micrófonos y cuatro pares de auriculares. Enfundé mis orejas y atendí a razones. Comenzaba la entrevista, y Pablo, mientras operaba el programa, los audios almacenados en una computadora, las entradas y salidas de aire, y a la vez me entrevistaba, me hizo sentir como nunca antes en radio: relajado, feliz, entre amigos. Hablamos de todo un poco, de esto y de lo de más allá, de mi novela y de los indignados, de las palabras y de sus significados, de lo bello y de lo bueno. Ni siquiera una sombra oscureció los mejores veintidós minutos de radio que hice en mi vida, y la calidez del ambiente me permitió recuperar instantáneamente el germen vivaz que aún habita mi pecho. Todo apareció de golpe: las noches oscuras de La Boca, las paredes desvencijadas del estudio, las voces radiadas de tres casi niños que buscaban su identidad jugando con aparatos serios, el misterio insondable de los radioescuchas por ahí, por internet, por el aire, por el mundo.

Entonces supe, sin necesidad de que nadie me lo dijese, dos cosas. La primera fue que, veinte años y quince mil kilómetros después, haga lo que haga y me dedique a lo que me dedique, la radio sigue siendo, por derecho y por amor, un poco mi casa. La segunda fue que, en este país repleto de inmigrados argentinos, de personas que nos necesitamos las unas a las otras para salir adelante, y de soledades criminales que, quienes escribimos, hablamos o inventamos cosas siempre queremos combatir, Pablo Mazzolini y su Cambalache tienen y regalan, sin ninguna duda y sin pedir nada a cambio, lo que todos, de una u otra manera, siempre estamos buscando: una voz amiga.

 

 

 

Federico Firpo Bodner

Málaga, 12 de Junio de 2011

Para escuchar el audio de la entrevista, pinchar aquí

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