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Porque lo digo yo, que soy tu padre II: palabra de ex-perroflauta

Otra vez, mi amor, estamos aquí, en este espacio privado donde nos hablamos bajito, sin que te enteres, sin que escuches, por un rato, mi voz de hombre y de papá. No es como si te susurrase, ni como cuando te cuento un secreto haciéndote cosquillas en la oreja, y ambos prometemos no decírselo a mamá. Ni siquiera es como cuando dormís, y te hago un mimo en la frente y derramo sobre tu carita una palabra silenciosa, un pedacito de amor soplado con los labios contritos, ni como cuando, enfadado, finalizo las discusiones con mi argumento superlativo: “Porque lo digo yo, que soy tu padre.

Cuando te escribo es diferente porque sé que ahora no podés oírme, que ahora no podés entender estas palabras, pero que algún día te dirán de tu padre mucho más que lo que entonces seré capaz de contarte, y no porque vaya a estar viejo, sino porque dos hombres – entonces serás un hombre vos también – difícilmente consiguen comunicarse con las palabras y el corazón de un niño.

Y me gusta que sea diferente. Al menos una vez al año. Tengo ese derecho de hablarte de vos, de tu hermano, de tu madre y de mí, cada vez que vas cumpliendo años. Tengo ese deber, porque mis palabras, espero, serán algún día el más importante de los legados que podré dejarte. Las palabras, mi amor, pueden ser cajitas vacías encadenadas sin sentido, lugares comunes que los adultos se brindan lentamente, para vivir con cortesía; o pueden también ser el tesoro más preciado, el pacto más sincero entre dos personas, la revelación primera que te ayude, ese día aún lejano, a comprender quién eres. Tu inocencia de niño se diluye de a poco, lentamente, al mismo ritmo que mi candor de padre reciente se va transformando en una lista de reglas y leyes de padre experimentado, que cree que sabe ser padre, cuando en realidad muchas veces pierdo de vista que cada uno de tus días sigue siendo una primera vez para mí. Vas creciendo, mi amor, te vas haciendo más grande, más persona, más niño, más inteligente, más rebelde, más sensible, más Pablo que nunca. Más hijo mío que nunca. Cada día me ponés a prueba con un límite nuevo, con una rebeldía indómita, con una pregunta irreverente, con una sonrisa distinta, que de a poco se va poblando de agujeros y bordes serrados, de nuevos dientes torcidos que suplantan a los blanquísimos y diminutos que te hicieron llorar de bebé.

Es que nuestras vidas, últimamente, parecen más que nunca estar hechas de palabras. Yo escribo y escribo en una soledad artificial, fabricada de cemento y madera, para inventar un espacio silencioso y aislado. Y vos, mi amor, también vas, de a poco, día a día, hilvanando palabras nuevas, mensajes enteros sin cifrar, sin engaños ni trampas. Vas aprendiendo, solito y con mi ayuda, el poder de tu retórica infantil, de tu interés por el mundo, de tus preguntas sin solución y de las respuestas que, entre tu madre y yo, a veces conseguimos darte, y otras te negamos con un argumento universal: eso son cosas de grandes. Vas inventando, sin prisa, una rebeldía incipiente, una voluntad clara, una protesta en voz alta, un enfado de niño grande, de labios apucherados, de llantos explosivos que a veces dan paso a tu risa luminosa, a tus ojitos de castañas asadas e interrogantes vivos.

Y un día cualquiera, en medio de una tormenta social que ahora mismo conmueve a España – porque vas a aprender, también, mi amor, que entre los adultos hay personas poderosas y mezquinas, hay luchas sin sentido y mucha amargura, pobreza, desilusión y fracaso, y también espíritus rebeldes con causas nobles, personas que luchan por los demás y por sí mismos, y en este momento en tu país natal hay una guerra en paz, una pelea que tus padres consideran justa, y que otros consideran un capricho de un montón de perroflautas, hombres y mujeres jóvenes que buscan su espacio en el país como vos lo buscás en casa, con protesta y rebeldía, con amor, con pasión y con un deseo genuino de un futuro mejor. En medio de esa tormenta – te decía, cuando me distraje contándote más cosas de los grandes – apareciste un día con el primer símbolo perfecto de tu voluntad e identidad: te hiciste una trenza de colores pastel en tu pelo rojizo. Con tus seis añitos llegando a su fin, mientras el verano amenazaba con instalarse y resquebrajar el suelo de tu patio escolar, un día decidiste solo, sin consultar con tus papás ni con nadie, que te gustaba una trenza en el pelo. Una seña de identidad típicamente perroflauta, un adorno por el que muchos pagan, en este mundo, el precio del prejuicio ajeno y de la estigmatización. Llegaste de la escuela, y tu madre y yo nos miramos, sorprendidos, divertidos, y nos dijimos con la mirada:

 

¡Se nos hizo perroflauta!

 

Al día siguiente, en la escuela, el resto de los niños se comportaron contigo como se comportan los adultos cuando alguien hace algo diferente: te señalaron con el dedo. Al son de la burla colectiva, te cantaron: “Pablo es una niña, tiene una trenza!”. Ese mismo día, como si de principios se tratase, te hiciste otra trenza igual, del otro lado de la cabeza. Y volviste a casa decidido y orgulloso de tus trenzas.

Y yo, mi amor, una vez más, sorprendido por tu madurez de niño, por tu intuición precisa de perroflauta en ciernes, no soy capaz de explicarte el orgullo que sentí por tu convicción, por la fuerza de tu identidad, por tu rebeldía encausada, por tu sensibilidad única, por una actitud natural de afirmación de algo en lo que crees. Parece una tontería, pero hoy creo que es una señal, algo que tu madre y yo nos esforzamos mucho en darte, y que en la primera oportunidad que te dio la vida, pusiste en práctica sin ayuda y sin dramatismo: la convicción sobre las ideas propias.

¿Y sabés que? Te voy a contar un secreto: yo fui perroflauta. Cuando era poco más que un niño, no existía esa palabra, pero el concepto es el mismo. En vez de pintarme el pelo me disfrazaba de Che Guevara, con mi atuendo guerrillero, una boina negra de medio lado y fumando tabaco para armar. Y, como vos, tenía el corazón sensible y peleador. Creía en un montón de cosas que vos, todavía, no sabés que existen. Pero lo principal es que era inflexible e indomable. Creía de verdad, y obraba en consecuencia. Y con tu actitud me hiciste acordar a ese casi niño que un día fue tu padre, y que peleaba y protestaba, convencido de estar llamado a cambiar el mundo.

Hoy, mi amor, cuando te veo, cuando veo que sos capaz de sostener tus convicciones, me doy cuenta de cuánto éxito tuve. Cambié el mundo, lo hice un lugar mejor, porque traje a una persona que cree en sus ideas, que tiene voluntad propia y personalidad. Por eso este año, para tus siete añitos, además de otras porquerías envueltas en papel de regalo, quiero regalarte un compromiso a futuro: el de aceptar tus ideas, discutiéndolas si no estoy de acuerdo, pero respetándolas siempre y en cualquier caso. Quiero que tengas, entre tu corazón, tu cabeza y tus manos, la seguridad de que lo mejor que puedes devolverle a tu padre es esa fortaleza de carácter, la convicción de las ideas propias, y la certeza de que sabrás defender tus decisiones cuando sea necesario.

Por todo eso, mi amor, mi chiquitín, además de decirte feliz cumpleaños, hoy quiero prometerte que siempre, pase lo que pase, creas lo que creas, defiendas lo que defiendas, tendrás a tu viejo de tu parte. Palabra de ex–perroflauta.

 

 

¡Feliz cumpleaños!

Te adora, Papá

Barcelona, 24 de Junio de 2011

 

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