Los recogí un martes cualquiera de principios de junio, a las 5 de la mañana, en la terminal vieja de Barajas. Si los aeropuertos son lugares sin alma, escenario silencioso y austero de negocios, despedidas y reencuentros, en esas coordenadas temporales lo son aún más. Y si se trata de una terminal en retroceso, entonces todavía mas. Había unas pocas personas deambulando palabras sonámbulas en un hall demasiado espacioso, y un montón de orientales que salían, todos igualitos, ordenaditos y prolijitos, escoltando arquitecturas perfectas de maletas montadas en carritos, de un vuelo proveniente de Singapur o Malasia. Había también personas solas, como siempre hay en los aeropuertos.
Y yo estaba casi sin dormir, ansioso por el fantasma mezquino de un oficial de migraciones que, víctima de un estreñimiento inoportuno o una pelea conyugal vespertina, pusiese trabas para el traspaso de mis hermanos de este lado de la tan preciada eurofrontera.
Y de golpe salieron. Ya no era el miedo sino una efervescencia compulsiva de manos, brazos y bocas que saludan, niños que saltan en brazos y hermanos estrepitosamente reencontrados. Si bien en esta familia de locos yo tengo hermanos que no son hermanos entre sí, y ellos a su vez tienen hermanos que no son hermanos míos, este encuentro era de los cuatro hermanos que crecimos juntos, una recreación histórica de la casa familiar, treinta años después, ahora que todos somos padres, para que nuestros hijos sean testigos de un auténtico amor de hermanos.
Madrid amaneció a un día caluroso y de buenos presagios. Marchamos todos a casa de Dolly, una amiga de la familia, una abuela postiza que, a pesar de ser mayor – cuando se habla de damas la edad es un detalle grosero, que nos reservaremos esta vez, dada su indiscutible condición de Dama, y otros muchos méritos que la hacen acreedora de tal cortesía – hizo gala de espíritu de cuerpo y juventud de alma, nos abrió su casa madrileña de par en par, permitiéndonos invadir su regreso – ella viajaba en el mismo avión desde Buenos Aires – a gritos, lágrimas, peleas y besos ruidosos. A media mañana partimos hacia Sol, donde la acampada nos recibió con los brazos abiertos, y caminando las calles de Madrid, redescubrimos los bares de tapas, los edificios señoriales y orgullosos, las plazas rectangulares e infinitas, empedradas de malos y buenos recuerdos, y los monumentos blanquísimos desafiando la inclemencia solar con su indolente y petrificada actitud.
Más tarde llegó el menor de los hermanos, que no por vivir en Córdoba se iba a perder el pistoletazo de salida, así que al volante de su furgoneta rebobinó la última distancia que nos separaba, y al fin pudimos decir que – salvo mi Señor Padre -, estábamos todos.
Y para qué detallar de más. Dimos vueltas, hicimos asado en la terraza de Dolly, bajo un cielo estrellado y madrileño, y después partimos. Ellos hacia Córdoba, yo, sólo, hacia Barcelona. Solamente para tomar aire, recoger a mi familia, y precipitar entonces el segundo encuentro, a pleno, en Málaga y Córdoba.
Ahora sí, estábamos todos.
Y como no puede ser de otra manera entre hermanos, nos quisimos y nos peleamos, volvimos a hacer asado y a mortificarnos unos a otros con las mismas cosas que nos mortificaban de niños, pero entre el humo del tabaco, las sierras cordobesas y nuestros hijos revoloteando. Nuestros hijos, primos entre sí, se mortificaban unos a otros entre ellos, igual que lo habían hecho sus padres tres décadas antes, y al igual que nuestros padres entonces, nosotros éramos torpes para intervenir y apaciguar algunas veces, y otras, iluminados por una inspiración seráfica, los hacíamos reír y quererse entre ellos, jugar juntos y reproducirnos en chiquito, ser felices, ser hermanos, piel y piel, sonrisa y sonrisa.
Era como una película de Kusturica, donde un montón de adultos se desparraman en un espacio pensado para una pareja, rodeados de niños que son de todos y de perros que se disputan a dentelladas las sobras de comida. Mi Padre y mi Madre, separados hace ya veinticinco años, orgullosos responsables de una prole ruidosa y en constante estrépito, casi sin querer, casi sin darse cuenta, nos daban una vez más, a todos, el ejemplo vivo de que, a la larga, siempre el amor prevalece sobre las diferencias, y se puede seguir queriéndose con locura para toda la vida, compartiendo los hijos y los nietos, los amores gritados bajo las estrellas, los silencios de siesta y las ruedas de mate y charla que te charla. Era una dinámica imposible, en la que el ochenta por ciento del tiempo vivible de cada uno de los días que pasamos juntos se empleaba en decidir que íbamos a comer, cocinar, comer, alimentar a los niños, limpiar, hacer la sobremesa y vuelta a empezar.
Nos despedimos otra vez entre abrazos, besos y caos, pero solamente para dejar paso al tercer y último asalto de la maratón familiar: Barcelona, mi casa.
Pero el encuentro todavía guardaba en su manga mágica, tramposa y entrañable, una sorpresa más. Y es que, así como he contado más de una vez en este blog que a mí me tocó la extraña suerte de tener dos madres en activo a la vez – cosa que a mis hermanos no -, a mi hermano mayor le tocó la extraña suerte de tener dos padres. Por circunstancias de la vida, uno de ellos no había estado en activo durante muchos, muchos años. Y vive en Barcelona.
Me encontré con él y su mujer en el aeropuerto del Prat, una hora antes de que otro avión depositara a toda la parentela en suelo Catalán. Y a pesar de lo extraño de la situación, esa sensación absurda de “Voy a encontrarme con el otro padre de mi hermano”, una vez más, tuve que volver a aprender que el corazón humano puede con todo. De golpe y sin aviso previo, me encontré en una mesa del bar del aeropuerto, tomando un café con un señor indiscutiblemente uruguayo, del que sabía poco más que eso: el padre de mi hermano. Y me encontré descubriéndolo tan parecido a él, que tuve que ayudarme con mi coca-cola para poder tragarme entera la evidencia incontrastable de la biología. Y me adiviné a mí mismo deseando, antes de que ellos se encontraran, que como dos adultos que son, supiesen aceptarse, llevarse bien, y si es posible, quererse.
Otra vez las puertas correderas del aeropuerto escupieron la procesión interminable de hermanos y sobrinos, y Padre e Hijo se encontraron después de veinte largos años, pudieron abrazarse y empezar, allí mismo, en el aeropuerto, a aceptarse, quererse y llevarse bien. Partimos todos hacia mi casa, y hoy puedo asegurar que la única fórmula para sobrevivir catorce personas durante una semana en noventa metros cuadrados con dos baños es solamente y nada más que el amor.
Parecíamos estar inmersos en una ruleta infame, todo volvía a suceder igual, pero con ligeros cambios de escenario, con nuevos personajes y con un fondo distinto, pero otra vez las deliberaciones interminables para decidir el menú, los ciento setenta y dos minutos de rigor para estar listos para salir hacia cualquier parte, el calor insoportable de Barcelona y yo trabajando en mi cuartito mientras los sobrinos y los hijos corrían por ahí, peleando a gritos, jugando a risotadas y saltándose las normas de dos en dos.
El apogeo final de veinticinco días memorables fue el cumpleaños de mi hijo Pablo, donde además de sus amiguitos y los padres de sus amiguitos, se dieron cita: mi Padre, mi Madre – mi otra Madre estaba demasiado lejos para venir -, tres de mis hermanos, mi cuñada, mis sobrinos, el otro Padre de mi hermano y su Mujer, otro de los hermanos de mi hermano y su mujer, la hermana de mi Padre – mi tía -, y su hija – mi prima –, acompañada de marido e hija, y representando a la línea materna mía – ya que había una de mis madres ausentes – una prima, con marido e hijos, y, por supuesto, mi mujer, mis hijos y mis suegros, sorprendidos ante lo prolífico, mezclado y revuelto de mi clan.
Todos familia.
Todos bien.
Todos riendo.
Todos queriéndonos.
Todos aceptándonos.
Y entonces supe, una vez más, en la piel, el corazón y la sangre, que la familia no tiene más fronteras que la capacidad emocional de sus integrantes, que los niños siempre tienen espacio en su corazón para un abuelo más, que los abuelos siempre tienen espacio en su corazón para un nieto más, y que somos nosotros, la generación de los padres, los responsables de producir el encuentro, de hacer las cosas fáciles y, sobre todo, de permitir que los niños, los grandes y los mayores se quieran desordenadamente, como salga y como puedan, porque es la única manera de que el amor sea sincero, sin reglas, sin imposiciones, sin obligaciones. Cuando somos capaces de algo tan sencillo y tan difícil, entonces todo sale bien.
Y como no podía ser de otra manera, hubo un finale escandalosi, todos llorando a gritos en un aeropuerto más, despidiéndonos quién sabe hasta cuando, emocionados, queriéndonos a golpes y empujones, entre equipajes circenses y relojes de pulsera arañando cuellos, soltando a granel lágrimas legítimas, ignorando cuándo seremos capaces de volver a darnos un abrazo así de grande, en el que, sin importar los caprichos de la biología, la genética y la sangre, todos nosotros, y muchos más que no estaban físicamente allí, somos, indiscutiblemente, de la misma familia.
Barcelona, 2 de Julio de 2011
A mis hermanos, que los quiero con locura
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[…] ya es bastante más de lo que muchos pueden decir. Hemos ido al cine, paseado y comido afuera. Hemos podido recibir a la familia en casa e invitarles con café y jamón de medio pelo, y hasta nos vamos a poder pagar una semanita en un Bungalow en alguna parte de Palamós. Tenemos […]
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