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Escribir sin sentido

Hoy tengo ganas de escribir sin sentido, de escribir por escribir, nomás, por juguetear un rato con palabras, por dibujar puntos, comas, palitos y rayas solamente para ver cómo quedan en el papel. Tengo ganas de sentarme y dejar que mis dedos arquitecturen palabras porque sí, encadenándolas una detrás de otra, como fingiendo respetar el sentido primario de la escritura, su razón primigenia y sus reglas sociales no establecidas.

No es que no tenga nada que decir. Ni siquiera se trata de que no haya temas de los que hablar. Se trata simplemente de que hoy me siento así.

Podría escribir sobre las elecciones en mi Buenos Aires del alma, de la esperanza que veo en algunos de mis amigos argentinos con las alternativas que hay, o del hastío que veo en la mayoría de ellos. Podría, incluso, ensayar un análisis político, pero a la distancia, poco a poco, voy dejando de sentirme con derecho a opinar sobre la política de un país en el que hace más de once años que dejé de vivir y sufrir codo a codo con sus habitantes. Y es curioso, porque tampoco termino de sentirme con derecho a opinar sobre política española, aunque llevo once años viviendo y sufriendo codo a codo con sus habitantes. Son los altísimos costes de no ser del todo de ninguna parte.

Podría escribir, también, sobre mis hijos. Siempre tengo cosas bellas que decir sobre ellos, sobre sus miradas mágicas, la picardía infantil que se les desborda, se les chorrea por la cara y los descubre, riéndose y jugueteando al mismo tiempo. Y cuando hablo de ellos hablo de amor, de responsabilidad y de pasión, hablo de ternura infinita, de sus manos pequeñas encontrándose con las mías, de mi corazón trastornado cuando algo les pasa, del dolor intenso que me acompaña con cada uno de sus llantos, de los mocos colgando insomnes de sus naricitas diminutas. De todo eso, pero también de la preocupación que siento cuando identifico en sus personalidades casi todos mis defectos, y la alegría que me produce reconocerles algunas de mis virtudes, mejoradas por simple ley de vida. Hablar de mis hijos es hablar de un motivo primario para mejorar como hombre, de una razón fundamental para ganarme el pan, de un secreto a voces sobre el punto más débil de mí como individuo. Hablar de mis hijos es, clara y sencillamente, hablar de amor. Pero hoy me siento especialmente retraído, y no quiero hablar de mis hijos sin hacer justicia a la maravilla luminosa de sus sonrisas.

Podría – por qué no – hablar de mi familia. Tengo, por suerte o por desgracia, una familia única, enredada, donde padres y madres de distintas generaciones se mezclan, se entorpecen, paren hijos como quien corta pizza, y un tropel de hermanas y hermanos repartidos por todo el globo, confundidos entre ellos, tanto que a veces unos no saben de la existencia de los otros, no son hermanos entre ellos, pero están unidos por una cadena absurda, en la que a es hermano de b, b es hermano de c y c es hermano de d. A esto se le suman, por supuesto, una auténtica maraña de tíos y primos, en primer, segundo y tercer grado, y montañas de cuñados, cuñadas, sobrinos y eso que siempre se dice y nunca se sabe bien qué quiere decir: allegados. Y en todo ese desorden abundan las anécdotas, los conflictos y, una vez más, y por sobre todas las cosas, el amor. Seguramente hablar de mi familia sería también bonito, pero especialmente hoy, tengo ganas de soltar palabras y nada más, sin que nadie se ofenda ni se sienta halagado, sin encontrar destinatario fijo. Palabras giratorias, sin más.

Indiscutiblemente podría escribir sobre la amistad. Especialmente sobre la amistad masculina, siempre a medio camino entre los golpes de puño, los abrazos de oso, las demostraciones innecesarias de virilidad y los pocos espacios ocasionalmente abiertos, casi únicos, en los cuales dos hombres podemos querernos de hombre a hombre, abrir el corazón y decirnos la verdad, lejos del fantasma autoritario que aún hoy, en pleno siglo XXI, nos convoca frecuentemente a abandonar el abrazo de un amigo, incómodos, para repetir, a coro: “Sin mariconadas, eh?”. Podría hablar de algunos de mis amigos más entrañables, que están lejos, muy lejos, mucho más de lo que el corazón humano es capaz de tolerar, o podría hablar de otros que están más cerca, que van despacio, pero que poco a poco van descubriendo y dejándose descubrir. Pero, insisto, hoy tampoco es día para eso, sino para jugar con el verbo, entretenernos en rozar los temas serios, pero sin entrar en ellos, escribir por escribir, por simple vicio de las manos, del cuerpo y de la voz.

Podría escribir – cómo no hacerlo – sobre lo mal que está el mundo, sobre las revueltas sociales que recorren Europa, no como el fantasma incorpóreo que en su día predijo Karl Marx, sino como un animal herido, una rabia ciudadana con cara y ojos, una ruptura que  – espero – sea final entre los europeos y su clase política, muda, sorda y ciega, que no se cansa de llenarse los bolsillos y anteponer la individualidad incluso a los individuos, que están perdiendo sus libertades en pos de la libertad colectiva, que no es otra cosa que la suma de la mínima expresión de la libertad individual. Podría gritar mi dolor latinoamericano, la herida que no cierra, al igual que en otras partes del globo, de ser el montón de personas que pagan con su pobreza el exceso de otros. Podría, sin ninguna duda, pensar en voz alta sobre el camino errante que parece estar tomando todo. Pero tampoco es el momento, al menos hoy.

Hoy quiero, nada más, y solamente, señoras y señores, contarles mi placer de escribir, mi disfrute secreto y silencioso, cada vez que una palabra nueva asoma por las esquinas de mi teclado, cada vez que un caminito caprichoso de hormigas negras ilustra mis papeles para decir cosas. Quiero rescatar, de una vez y para siempre, el solaz íntimo del verbo y la palabra, mi jugueteo errante, a veces demasiado adjetivado, el eco infame que hay en mi santuario privado, donde cada concepto y cada palabra rebota entre las paredes y mi frente, una y otra vez, antes de ser estampado en un papel virtual, tan real que a veces me asusta. Me complace, de manera individual y egoísta, solo para mí, por esta vez, recrearme en mi prosa, dejar que las palabras hagan fila y salgan como quieran, para, por una vez en la vida, escribir por escribir, por el placer del texto, por la construcción sintáctica, por la siguiente oración subordinada, sin demasiado significado, sin hablar de cosas importantes, sin mencionar a los grandes arcanos que me habitan, que me obligan a pensar en voz alta y clara.

Solamente escribir, sin deberle nada a nadie, solamente para mí, solamente esta vez, permitirme escribir sin sentido.

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