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La vida sigue

No es por soberbia. Ni siquiera es por descuido. Es por simple ley de vida que las personas organizamos nuestro mundo alrededor del propio ombligo.

Hace once años, yo tenía una existencia de lo más caótica. Trabajaba por ráfagas incontrolables, a veces de hasta treinta horas seguidas, y vivía en un departamento de soltero en el barrio de Palermo, cuando todavía, en lugar de estar dividido entre Palermo Soho y Palermo Hollywood, era el Palermo del lado de las putas y los travestis y el de Juan B. Justo para acá, donde vivían los ciudadanos honrados, las familias normales y yo.

Por ese entonces, mi vida estaba organizada de la siguiente manera: casi morir trabajando para enriquecer aún más a un empresario cuya reputación ya no admitía ninguna duda, intentar meter dentro de mi cama todo lo que se moviese dentro de un corpiño, ver a mis amigos cada vez que la oportunidad se terciaba y, los martes por la noche, cenar con la familia. Podía haber seguido así, o podía haber cambiado. El hecho es que mi vida estaba llena, repleta de personas. Y yo realmente quería a esas personas. Me preocupaban sus problemas, las llamaba por teléfono, me encontraba los sábados por la tarde a tomar café en La Giralda, apuntaba sus cumpleaños en una agenda de papel para saludarlas (¡sí, de papel!), y toda una extensa serie de protocolos sociales fundamentales: creía que la vida en general, y el ser buena persona en particular, estaba hecha de esas cosas, de los encuentros, de las botellas marrones de cerveza transpirando conversación (¿por qué razón, en todo el planeta, la mayoría de las botellas de cerveza son marrones?), de miradas cómplices y de encuentros impostergables.

Y entonces, después de una larga serie de catástrofes personales, decidí que la única solución posible para mi corazón herido era desarmar esa vida, piedra a piedra, y volver a armarla del otro lado del mundo, llena de personas nuevas y verdades nuevas. Me aferré, como muchos de los que emigramos, al discurso de las oportunidades, de la estabilidad y la situación económica, pero la única verdad es que necesitaba romper todo.

Y rompí todo.

 

Me deshice, lentamente, de los compromisos sociales, de mi trabajo y de las largas charlas pactadas de antemano. Vendí todas mis cosas y, encerrado en una habitación cualquiera, escribí una docena de cartas de despedida. En cada una de esas cartas me vacié por completo, me deshilaché en pedazos, confesé mis miedos, mis odios, mis amores rotos y, cómo no hacerlo, dejé caer promesas eternas.

 

Una vez plantado en el viejo continente, estaba tan concentrado en crear una nueva vida de este lado, que ni siquiera advertí como las llamadas telefónicas, los emails e incluso los pensamientos nostálgicos iban espaciándose, diluyéndose al mismo ritmo que las chinchetas cansadas iban dejando caer las fotos de tantos amigos que quedaron en el Río de la Plata. Me pasaban cosas, pero cada vez tenía menos que decirle a los de allá. Entonces, en uno de tantos viajes a Buenos Aires, un día, sin aviso, sin razón aparente, me di cuenta de hasta qué punto la vida de todas esas personas había seguido adelante sin mí. Yo ya no formaba parte de lo cotidiano, pero tampoco de lo profundo, ni de las bromas, ni de las miradas cómplices, ni de los planes a futuro. De alguna manera, había mantenido viva la ilusión de que ese mundo mío tan especial permanecía intacto, a la espera, soñando mi vuelta, extrañándome como eje fundamental de un sinfín de encuentros, besos, abrazos y palabras. No era así. Naturalmente no era así, porque la vida de las personas siempre sigue adelante; pero ese día, en ese viaje, fue como cuando se te cae un jarrón de las manos. Lo vi caer, lentamente, girando sobre su eje de gravedad, pude sentir el estruendo de cerámica quebrada al impactar contra el suelo, y lo vi romperse, vi saltar las astillas, vi fragmentarse los fragmentos, y supe, de una vez por todas, que de mi pasado glorioso solamente quedaban un montón de escombros. Bonitos, sí. En los pedazos de bordes cortantes aún podían adivinarse los exquisitos dibujos que un día habían decorado el jarrón, pero el estropicio era insoslayable, imposible de disimular.

 

Ese día, a pesar mío, entendí que me había ido para siempre, que el camino no tenía vuelta atrás, que si un día elegía volver, entonces tendría que construir otra vida nueva: recuperar mi Argentina de siempre ya no era posible.

 

Y seguí remando en la vieja Europa. Me casé y formé mi familia. Mis hijos llenaron mis días y mis noches de sonrisas, de abrazos y de besos, certificando para siempre que este lado del mundo sea irrenunciable para mí.

 

Y, nueva crisis mediante, hace dos años reconocí para mí mismo que veinte años atrás, cuando elegí mi camino, abandoné demasiado pronto el sueño de escribir, y que ahora recuperar esa senda es mucho más difícil, porque las segundas oportunidades nunca son gratuitas.

 

Es entonces, cuando invierto muchas horas al día en algo que no es escribir, cuando me dan ganas de romper todo otra vez. O casi todo. Me dan ganas de deconstruirme como profesional, de jugarme en alma y vida por lo que de verdad deseo, y de reformularme otra vez, entero.

 

No se trata de arrepentirse. Todas y cada una de las decisiones de mi vida fueron correctas si eran el único camino hasta la familia que tengo hoy, mi mujer y mis hijos, mi ventana que da a las montañas y mi nostalgia profunda, que da coraje a mis dedos para traducir el dolor de estar lejos y la felicidad de estar cerca. Se trata de encontrar, en las palabras, en los amigos que están lejos, en los amores que están cerca, en la familia y sobre todo en mí, la fuerza necesaria para rectificar el rumbo, para reinventar mi día a día y redibujar mi propio cauce.

 

Cuando reflexiono sobre estas cosas, no puedo evitar pensar en todas las personas que, por cualquier razón, abandonan su casa, eligen estudiar algo que no aman, eligen estar con la persona equivocada, quedarse en el sitio errado y no asumir el riesgo de sus propios sueños. Yo, desde mi nuevo lugar, que después de tantos años es el correcto, viviendo con las personas que más amo y dejándome las pestañas para recuperar la senda profesional que nunca debí abandonar, les digo a todos ellos que tomen las decisiones consultando también al corazón, escuchando los susurros secretos del deseo, porque hagas lo que hagas, inevitablemente, con vos o sin vos, la vida sigue, en todas partes.

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