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A la salud de Don Cosme

Corría Octubre del año mil novecientos noventa y ocho. Parece que hace siglos, pero no es tanto. Son años suficientes para fabricar un adulto, pero no como para que ese adulto se sienta viejo. Tenía por entonces quince años, y un lunes cualquiera, después de una tarde de teatro y cervezas, amanecí con un sorprendente dolor abdominal. Intenté hacer vida normal durante toda la mañana, hasta que, finalmente, pasado el mediodía, el dolor pudo conmigo. Mis padres trabajaban en esa época de sol a sol, así que, pasadas las tres de la tarde, entré por mi propio pie a Urgencias (la guardia, que le decimos en Argentina) del Hospital Dr. Cosme Argerich, en el porteño barrio de La Boca.

Los médicos públicos, profesionales, concienzudos, me revisaron de pies a cabeza, me hicieron desnudar, e incluso me palparon de forma bastante poco decorosa, de la que ahorraré a los lectores los detalles. Al final, un doctor simpático me dijo: “Vestite, salí a llamar por teléfono a tus papás y volvé en seguida, que en veinte minutos entrás a quirófano para una apendicectomía. ¿Tenés plata para una ficha de teléfono?”.

Obedecí. Sin tiempo para que llegase mi familia, me operaron. Sin mostrar siquiera el DNI. Sin firmar papeles de descargo, sin autorización de mis padres. Los médicos hicieron lo que había que hacer, sin dudas, remordimientos ni preocupaciones.

El Hospital Dr. Cosme Argerich, una mole de cemento y hormigón de ocho plantas, estaba lleno, así que desperté en una cama de la guardia, a la espera de que, en planta, alguien dejase una cama libre. Era una habitación grande, en la que había cuatro camas, una en cada esquina. A mi izquierda, un señor mayor y poco dado a la conversación, padecía dolencias intestinales sin identificar. En diagonal conmigo, un joven extranjero, apuñalado de arma blanca, intentaba negociar con mi madre que llamase de su parte a un número de teléfono y pidiese ropa, para escapar del Hospital cuanto antes. Frente a mí, un hombre de unos cincuenta años, interno de la Cárcel de Caseros, se arrancaba los puntos de su herida para no volver al penal. Aparentemente, la dura vida de la cárcel hizo que este señor, durante los desayunos en prisión, fuese apropiándose indebidamente de algunas cucharillas de café. Cuando se hizo con cuatro, doblándolas pacientemente, les arrancó la pala, obteniendo así cuatro mangos de metal, que se tragó uno tras otro para ser operado de urgencia. Constantemente gritaba a todo el mundo, se arrancaba los goteos intravenosos, tiraba de sus puntos hasta hacerse sangrar, y cada vez que se acercaban las enfermeras las obsequiaba con una ristra de insultos de lo más variada. Por supuesto, no tenía reparo alguno en encender cada dos por tres Parisiennes negros, sin preguntar siquiera si el humo molestaba al resto de los enfermos que compartíamos la habitación. La policía entraba y salía constantemente, custodiándolo a él y al herido de arma blanca, que durante la madrugada, ayudado por una novia furtiva, consiguió escapar sin dejar datos sobre su paradero.

Mientras tanto, mi madre, sentada a la derecha de mi cama, no se sorprendía de nada. Ni siquiera nos quejamos del ambiente, agradecidos como estábamos por la atención médica recibida.

A la mañana siguiente se desocupó una cama en la octava planta, y los médicos entendieron que mi recuperación sería mejor y más rápida lejos de esas malas compañías, así que me subieron de inmediato. Era una habitación pequeña, con dos camas. A mí me tocaba la del lado de la ventana, desde donde podía verse la calle Pi i Maragall y su curva de entrada al barrio de Catalinas Sur. La otra cama, la del lado de la pared, estaba ocupada por un anciano ancianísimo, encorvadito y minúsculo, extremadamente pulcro, con un bigotito sutil y manos de ardilla roedora. Era la imagen misma de la bondad. Apenas hablaba, pero nos miraba con simpatía. Mi madre, al verlo, me susurró: “Tan viejito y en la planta de arriba de todo. Debe ser Cosme Argerich.”. Así que, a partir de ese momento, lo bautizamos como Don Cosme. Durante el resto de mi estadía en el Hospital, Don Cosme fue uno de nuestros temas de conversación. Mis hermanos llegaban de visita, y me preguntaban, hablando bajito: “¿Cómo pasó la noche Don Cosme?”. Yo decía que bien, y nos reíamos, intentando contener la carcajada. Cuando me fui, Don Cosme seguía allí, frágil, menudo, ancianísimo, pero vivo.

Abandoné el Hospital como había llegado, sin firmar papeles, sin pagar un centavo y dando las gracias a médicos y enfermeras.

 

Argentina y España tienen sistemas de Salud Pública parecidos, gratuitos para el ciudadano y basados en la necesidad y el derecho de todas las personas a acceder a la sanidad, independientemente de su nivel socioeconómico. Desconozco cómo está actualmente el sistema en Argentina, después de once años de vivir fuera.

En España, una de las cosas que me llamó poderosamente la atención desde que llegué, es que el sistema de Salud Pública ha transformado a sus médicos en Administrativos con carné. Quitando las situaciones de urgencias reales y los partos, todas las experiencias con un sistema de salud que tiene un presupuesto millonario han sido terriblemente frustrantes. El médico es un funcionario que no mira ni toca a sus pacientes, sino que sigue un guión de preguntas y respuestas dictado por un sistema informático en el que completa un expediente imprescindible. Inmediatamente después, manda al paciente a hacer la batería de pruebas que ordena el sistema, asociadas, por razones más o menos remotas, a la sintomatología que presenta. Es un trabajo que podría hacer yo mismo, sin haber estudiado medicina. Se trata de leer en una pantalla, repetir las preguntas en voz alta, cargar las respuestas y emitir un veredicto preliminar que esté de acuerdo con el protocolo establecido. Ocasionalmente, te tocan un poco o te auscultan.

La pujante industria de juicios por cualquier cosa que se extiende en el primer mundo es, en gran parte, responsable de esto. La primera preocupación del Sistema de Salud Pública no es la salud de sus pacientes, sino protegerse a sí misma de los juicios por mala praxis. Como consecuencia, a los médicos se les exige dejar de lado su criterio profesional y su ojo clínico, para obedecer un protocolo creado, otra vez, pensando más en descartar todas las posibilidades de error que en ofrecer un diagnóstico certero. Quizás se nos muera un paciente, pero no tendremos, en ningún caso, la culpa. Como corolario, se efectúan mensualmente decenas de miles de pruebas médicas innecesarias, para descartar patologías que se le puedan haber pasado por alto al galeno de turno. Por supuesto, la batería de pruebas innecesaria supone un gasto total muchísimo mayor al que habría que hacer frente si se perdiesen todos los juicios por mala praxis derivados de los errores que todos los profesionales cometen en el ejercicio normal de sus funciones. Es completamente absurdo.

Como segundo componente, todas las pruebas realmente caras, como análisis, scanners, rayos y demás cacharros tecnológicos, están externalizados en manos de empresas privadas, terriblemente voraces a la hora de mamar de la enorme teta del Estado de Bienestar, y poseedoras de una evidente y total falta de escrúpulos. Los políticos y gestores del sistema, utilizan este negocio millonario para pagar deudas contraídas en tiempos de campaña electoral, haciendo la vista gorda en los precios abusivos que paga el sistema (muchas veces, la factura que paga la salud pública a los hospitales es bastante más cara que la que pagaría el paciente siendo atendido directamente a título privado, o que lo que pagan las mutuas o compañías de medicina prepaga), y adjudicando estos servicios a empresas amigas, propiedad de quienes los apoyan en su destino errante de gestores del patrimonio público.

Y finalmente, nosotros, el pueblo, la sociedad civil, hacemos un uso abusivo, torpe e irresponsable del servicio. Total, como es gratis… Colapsamos la salud pública con minucias, dolencias imaginarias y resfriados de verano. Es extremadamente raro en España que una sala de espera de cualquier servicio de salud no esté repleta de gente más aburrida que enferma, de niños con solamente un poquito de moco, de ancianos que el único mal que tienen, además de la edad, se llama soledad.

Entre todos, entre la voracidad carroñera de los buitres del sistema judicial, la impericia calculada y lucrativa de los administradores públicos, la pasividad de los médicos que no alzan la voz y la irresponsabilidad final de los ciudadanos, estamos consiguiendo destruir la salud pública. A este paso vamos a quedar definitivamente en manos de empresarios – como siempre – inescrupulosos, que no dudarán en operar si su clínica no llega a hacer frente a la cuota de la hipoteca de ese mes.

No hace tanto que el criterio era otro. Yo lo viví. ¿Qué nos pasó?

Va siendo hora de empezar a comportarnos con responsabilidad en el uso de los servicios públicos, teniendo en cuenta que los pagamos entre todos, y solamente desde ese lugar, exigir y controlar el despilfarro de nuestro dinero que hacen las administraciones públicas, de la mano de los inescrupulosos de siempre. Protestar y expulsar a los aprovechados del sistema, sí, pero desde la conciencia tranquila que da el uso responsable del patrimonio público.

Tenemos que hacerlo por nuestro propio bien, pensando en nuestros hijos, en nuestros padres y en nosotros mismos. Tenemos que hacerlo por el bien público, cambiar el criterio, volver a confiar en los médicos humanos, los que se equivocan pero aprenden de la experiencia, los que escuchan al paciente, lo miran, lo tocan y saben qué le pasa sin necesidad de brujería electrónica, y usar entonces la tecnología solamente para lo que debe ser. Tenemos que aprender a usar los servicios de salud, y en general todos los servicios públicos, solamente cuando es realmente necesario.

Espero vivir para verlo, para ver un sistema racional, que gestione bien sus recursos, que atienda bien a sus enfermos y que revalorice a sus médicos. Espero, antes de morirme, poder levantar mi copa, una vez más, a la salud de Don Cosme. Entonces sabré que el mundo ha vuelto a ser un lugar razonable.

 

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