Esta mañana, antes de lavarme la cara, con el agua pintando de esmerilado la pileta del baño y mis propias manos, pude verla escurrirse entre mis dedos, como siempre, como todas las mañanas desde que aprendí a lavarme la cara solo. Pensé que era como el esfuerzo, día tras día, de vivir bajo las reglas absurdas de un sistema injusto, caduco y medio muerto, en el que todos bailamos sin saber por qué al son caprichoso de la música histérica de un puñado de cínicos que se enriquecen para nada, para usar sus montañas de dinero con el innoble fin de ganar más montañas de dinero, mientras miles de millones vivimos, aterrados, una vida que nos alquilan a cambio de absolutamente todo lo que sobra una vez cubiertas las necesidades mínimas para la supervivencia. Por más agua que seamos capaces de hacer salir del grifo, lo que retendremos en nuestras manos es apenas lo imprescindible para humedecernos las cuencas de los ojos, la frente y el labio superior. Si somos muy hábiles, entonces quizás – y solo quizás – conseguiremos beber un sorbo o salpicarnos la barriga.
Como todos los años, a una semana de empezar mis vacaciones de verano, y por lo tanto alcanzar la frontera que divide dos períodos arbitrarios de trabajo, colegio de los niños, cuotas de la hipoteca y compras de súper, no puedo evitar hacer las cuentas de la vieja, y reconocer para mí mismo, una vez más, que el saldo económico del año es, nuevamente, igual a cero. Hemos vivido doce meses, y hemos alimentado a los niños, que desgraciadamente ya es bastante más de lo que muchos pueden decir. Hemos ido al cine, paseado y comido afuera. Hemos podido recibir a la familia en casa e invitarles con café y jamón de medio pelo, y hasta nos vamos a poder pagar una semanita en un Bungalow en alguna parte de Palamós. Tenemos una miserable lista de posesiones nuevas – cosas que no necesitábamos pero que deseábamos -, y debemos un poquito menos de otras tantas deudas. Esa es toda la ganancia neta, en términos monetarios, de un año de esfuerzo y trabajo duro de todo el núcleo familiar.
Sin embargo, y como todos los años también, me resisto a tener una visión meramente contable del año que se va, y terco como un perro viejo y gruñón, me empeño en encontrar otras cosas que hagan que valga la pena vivir y seguir luchando. Hace dos años y medio – nada más y nada menos que treinta meses -, después de diez años de silencio, recuperé para mi vida el viejo hábito y placer de escribir, aprovechando que la crisis me había dejado sin trabajo y que disponía de mucho – pero mucho – tiempo libre. Entonces descubrí que, no solamente el viejo vicio de castigar teclados con pavadas de rutina seguía vivo, intacto entre mis dedos, conociendo sin mi ayuda los caminos inciertos que dibujan palabras por el único arte de la memoria táctil, sino que, además, sentía renacer la vieja pasión, el placer íntimo de narrar historias, de deshilachar pensamientos, de mentir con elegancia y naturalidad. Reencontré en mi garganta el sabor dulce de algunas palabras y el tacto áspero de otras, liberé muchas de mis oscuridades ancestrales, invitando a los mezquinos fantasmas que me habitan a sentarse a mi mesa, a hundir su cuchara innoble en mi alimento único. Rescaté, casi sin proponérmelo, el dolor constante, el aliento helado que te empuja a la tinta y al papel una y otra vez, y pude identificar sus razones nuevamente. Las razones de ese dolor, múltiples, mutantes, hechas muchas veces de mi propia historia, y otras tantas de la historia del planeta, de los niños que pasan hambre, de las guerras del petróleo, de la Iglesia rechazando preservativos para gente que se muere de SIDA, siempre en el nombre de Dios, de las atalayas desde donde los poderosos contabilizan su cinismo, de la injusticia en general y la pobreza en particular.
Descubrí, además, ayudado por la vida dos punto cero, la satisfacción de compartir, de ser leído por muchos pares de ojos que, a su vez, tienen ideas, pensamientos, respuestas y más preguntas.
Ayer, víctima de un ataque repentino de frustración por no poder dedicarme por entero a escribir, me preguntaba públicamente si, debido a la falta de rentabilidad de la profesión de escritor, habría que dedicarse definitivamente a otra cosa. No era más que un mensaje en una botella, algo lanzado al aire por pura rabia, porque muchas veces siento que sería justo y merecido poder vivir de mi pasión. Inmediatamente después reflexiono y me doy cuenta de que, amén de la base injusta que rige el intercambio de bienes, servicios y pasiones de este mundo, en otro orden de cosas subyace una justicia anónima, regida por un ente superior que no es otro que la suma de los individuos que componemos la humanidad, y según esas leyes, casi todos estamos, más o menos, aproximadamente donde debemos estar. Por esa misma ley, tarde o temprano, si de verdad uno lo merece, podrá vivir de lo que le apasiona, y si no, deberá admitir entonces que no lo merece. En medio de esas tribulaciones, Nelson, un entrañable amigo de mi padre que, además, es lector habitual de este blog, me decía, no sin sabiduría, que siguiera adelante, pero sin olvidar el Plan B, porque es necesario sobrevivir. Le respondí con amargura que, la mayoría de las veces, el Plan B es tan costoso en tiempo y energía como el A, o más, tal era la razón fundamental de mi rabia. Entonces pensé en toda la gente válida que hay por el mundo haciendo cosas, creando, desangrándose de pasión y esfuerzo en ilusiones, en proyectos irrealizables, en quimeras inalcanzables, y sin embargo no renuncian, no se caen, siguen ahí, con sus planes A y B, aguantando, persiguiendo sueños vaporosos día tras día, sin que sea tan importante llegar como transitar el camino.
Y como siempre en tiempos de reflexión y de echar cuentas, llegué al mismo callejón sin salida. Tras treinta meses y más de dos mil páginas escritas, tras cuatrocientos ejemplares vendidos a puro esfuerzo, a labor de hormiga, tras dos presentaciones de mi novela, tras más de mil quinientos seguidores habituales de mis devaneos, no puedo quejarme. La paciencia es la principal virtud de la araña que consigue atrapar una presa en su tela. La constancia es la principal virtud de la hormiga que consigue su refugio para pasar el invierno. Y el trabajo, sin lugar a dudas, es la principal virtud de todos aquéllos que consiguen salir adelante, sea de la forma que sea.
Estos treinta meses, durante veinticuatro de los cuales he publicado un artículo semanal en este blog, han operado sobre mí un cambio fundamental. Ya no creo que el éxito pueda medirse solamente por la ganancia neta sobre los años vividos. Aprendí, con dolor y con placer, que el éxito es también levantarse cada mañana con la conciencia tranquila, sabiendo que la pasión privada, los sueños personales y la verdadera vocación tienen un lugar privilegiado en mi día a día. Invierto, semana tras semana, una montaña de horas y de esfuerzo – horas que dejo de pasar con mi mujer y con mis hijos – en escribir, sin recibir a cambio más que palabras. Palabras de todos ustedes. Comentarios públicos en el blog, y muchos, muchos emails por vía privada. Si lo sigo haciendo, semana tras semana, es porque el ejercicio de mi pasión, sumado a la retribución en especie, hace que valga la pena.
Vale la pena el tiempo, vale la pena cada una de las palabras de ida, y cada una de las palabras de vuelta. Vale la pena soñar, creer en que un día, si hago las cosas bien, podré saber bajo mi piel que puedo alimentar a mis hijos solamente haciendo lo que más me gusta. Vale la pena la esperanza, cuando puedo leer en los ojos de mis alumnos del Taller Literario que les gustan mis clases, que los ayudo con su inspiración y su motivación. Vale la pena dormir menos, descansar menos y correr sin parar detrás de una zanahoria que parece inalcanzable, porque siempre acabo recibiendo soplos de aire fresco. Vale la pena otro año, un año más de horas y horas solo frente a mi pantalla, llenando papeles virtuales de letras reales, porque del otro lado de mi línea de fuego existen cientos de personas que, como pueden y quieren, me hacen saber que mis palabras, además de reales son útiles algunas veces y bellas otras. Vale la pena mi rabia, porque no es rabia de frustración, sino rabia de saber en carne propia cuánto duelen las manos cuando uno tiene que construir su propio camino.
Definitivamente, vale la pena, a pesar de que, un año más, el dinero se escape como agua entre los dedos. Vale la pena porque las palabras, por sí mismas, son indiscutiblemente mucho más valiosas, y de ésas tengo muchas.
Gracias a todos por seguir “Reflexiones de un Aprendiz de Brujo” un año más.
Federico Firpo Bodner
Barcelona, Agosto de 2011.
6 pings