web analytics

La mano húmeda de Marina y un vasito de aguardiente de caña

El clac mecánico del reloj lo rescató del ensueño de las primeras horas de la tarde a bordo del ómnibus 142, como todos los días durante los últimos quince de los treinta y dos años que llevaba trabajando para El Observador Oriental. Miró distraídamente la ficha amarillenta, solamente para comprobar lo que ya sabía: 14:31, con el cuatro apenas desplazado hacia arriba, y su esquina superior ligeramente borrada, los guarismos azulados, imprecisos. Con un casi imperceptible movimiento de cabeza, Fausto saludó a Ramírez, el conserje, que a su vez replicó con un saludo tácito, inexistente, sobrante entre dos personas que, durante tantos años, se cruzan en el mismo vestíbulo todos los días a la misma hora, y no se tienen especial simpatía mutua. Abrió la puerta de madera, con un ventanuco cuadrado de vidrio esmerilado, que daba acceso a la redacción, y tras cerrarla giró a la derecha, pegado a la pared, para bajar al sótano donde Jacopo, ya sexagenario, se desempeñaba como linotipista desde hacía veintiocho años, silbando bajito ritmos alegres del sur de Italia, que para Fausto eran imposibles de distinguir entre sí. “Otra vez con la tarantela”, pensó para sus adentros, mientras repetía el gesto austero de saludo, esta vez dirigido al napolitano, al mismo tiempo que colgaba en el perchero su gabardina eterna, que de tan usada había acabado por tener un color indistinguible, entre el ocre y un crema pálido, percudida de mugre casi invisible en los puños y las solapas. Se quitó el sombrero de ala angosta, colgándolo sobre el abrigo, y sin levantar la vista una sola vez, se dispuso a corregir los artículos que se publicarían en la próxima edición del matutino.

 

Se llamaba Juan José Laporte, pero todos le decían Fausto. Sus amigos más cercanos le decían Fausto. Su mujer, de apellidos griegos y maneras soviéticas, lo llamaba Fausto, y sus dos hijos lo llamaban Fausto. A él le resultaba irónico. Una infausta infancia, seguida de una lucha a brazo partido contra la pobreza y quizás – tan sólo quizás – la mala suerte le habían impedido dedicarse por completo a su vocación de escritor. Es verdad que había publicado tres novelas, pero ninguna había sido un éxito de crítica, y mucho menos de público. Así que, desde principios de siglo, se empleaba en el diario El Observador Oriental, el segundo más importante del Uruguay, corrigiendo la basura que escribían otros. Acudía allí día tras día, perseguido por el fantasma de la pobreza, adorado en silencio por su esposa taciturna, alentado por amigos escasos, amado por sus hijos, pero aún así escondiendo una tristeza profunda, la nostalgia de todas las novelas que no había escrito, el silencio añorado de muchas tardes a solas con su Remington maltratando el papel tac tac tac.

 

Para certificar el cierre de la jornada, otro clac metálico, seco, abstracto. Retiró la ficha: 23:02. Se encasquetó el Stetson hasta las orejas y se enfrentó al viento frío de las noches montevideanas de invierno, caminando hacia la Avenida General Rivera. Cien metros y a la izquierda, otros cien metros, hasta la parada. Esperó nueve minutos, como todas las noches durante los últimos treinta y dos años, hasta que el ómnibus se detuvo con un resoplido de frenos de aire. Era el mismo Leyland de fabricación inglesa, blindado de acero y remaches a la vista. Hacía once años que CUTCSA había renovado la flota, y desde entonces, ni un solo día había tomado un coche diferente. La puerta se abrió con su soplido característico, y Fausto, cansado, se encaramó a los peldaños, quitándose el sombrero, más por educación que por superstición. El mismo chófer. El mismo guarda. Los mismos tres pasajeros de todas las noches. Hizo una inclinación imperceptible, con la cabeza descubierta, en señal de reconocimiento. Recorrió despacio la primera mitad del interior del coche, hasta el asiento del guarda. Puso en su mano dos monedas de a peso, con la vista fija en las uñas sucias del hombre, que cortó el boleto y se lo regresó, acompañado de tres vintenes. Un nuevo asentimiento tímido, silencioso, y se sentó en el mismo asiento que usaba todas las noches para volver a casa, poniéndose el sombrero, mientras intentaba reflexionar, esforzándose en no escuchar la cháchara inconsistente del chófer y el guarda, pero escuchándola con atención, a su pesar: que si Nacional, que si Peñarol, que si Los Colorados o Los Blancos. Que qué cara está la vida. Que adónde vamos a parar.

 

–        Una semana más y se acaba, viejo – lo animó Marina, llenándole por segunda vez la taza de café negro, sin azúcar. Fausto asintió. Le gustaba tomarse el café en silencio, mientras por la ventanita de la cocina adivinaba las formas caprichosas que la escarcha del amanecer esparcía por el jardín. Esa noche había helado, como casi todas las noches de invierno. Dejó perderse su vista más allá, por el caminito de piedras que llevaba al portón de entrada. Una semana más y estaría jubilado. Entonces podría escribir todas las novelas que tenía pendientes.

Se preguntó a sí mismo cuántos de los empleados de El Observador Oriental notarían su ausencia. Se lo preguntó sin afectación ni tristeza, sin nostalgia y sin pudor. Solamente una pregunta. Sabía que no era de los que hacen muchos amigos. “Pocos pero buenos”, solía pensar. Sabía que no era de los que acaban la jornada laboral con una cerveza en los bares de 18 de julio, ni frecuentaba las carreras de Sulkys con los amigos, ni se apuntaba a los torneos de truco que se jugaban el tercer domingo de cada mes. No le importaba. Fausto prefería su cocina pequeña, humilde, con una bombilla de 40 vatios desnuda y la mano húmeda de su mujer en la penumbra, mientras tomaban un aguardiente de caña cada uno antes de irse a la cama. Prefería el silencio de su jardín de árboles frutales, el cielo limpio y claro del Montevideo de sus amores y sus cavilaciones errantes. Pero no podía dejar de preguntarse si él extrañaría el día a día del periódico. Desde luego no a Ramírez, pero Cícero Jiménez era un buen periodista, y le gustaba corregir sus artículos. Seguramente echaría de menos, también, las cortas y ocasionales charlas con Rivero, el de deportes, que aunque sabía perfectamente que Fausto no distinguía entre un penal que no fue y un tiro libre indirecto, insistía en comentar con el los pormenores del Danubio, el Defensor o el Fénix. “Es que si hablamos solamente de Nacional o Peñarol, entonces los demás van a desaparecer, no creés, Fausto?”. Fausto asentía en silencio, dejándole al otro decidir su posición, mientras pensaba que en su casa de Carrasco lo esperaba Marina, con la mano húmeda y un vasito de caña o Grappa, y su Remington incombustible, engrasada y lista para revelar la próxima historia inconfesable.

 

La semana siguiente llegó, llena de días iguales. El lunes fue como todos los lunes, con las crónicas deportivas y los artículos de opinión política que abrían la semana. El martes fue igual que el lunes, pero no se habló tanto de deportes, y, en cambio, sí de economía y de política internacional. El miércoles fue igual que el martes, pero Rivero pasó por su escritorio para recordarle que tenía razón, que Nacional había vencido al Club Atlético Cerro por dos goles, como seguramente recordaría que le había dicho la semana anterior, y Fausto le dijo que sí, que lo recordaba, y que tenía razón. El jueves estuvo lluvioso, pero por lo demás, fue igual al miércoles.

 

El viernes por la mañana, el café le supo a achicoria, y el La Paz negro y sin filtro con el que solía acompañarlo, a pasto seco quemado. Había dormido mal, atenazado por una sensación vaga en el centro del pecho. Marina, ofuscada por los resoplidos nocturnos de Fausto, se había levantado antes del amanecer, y para cuando él asomó por la puerta de la cocina, dos tazones de café negro ya humeaban sobre la mesa. A las siete menos cuarto ya estaba sentado frente a la Remington, sin nada que decir. La mañana se pasó, fugaz, mientras él encendía un cigarrillo tras otro y llenaba la papelera de hojas con tres o cuatro líneas mecanografiadas. Mientras tanto, contempló extasiado como un sol tímido e invernal deshacía los copos blanquecinos de escarcha sobre el césped, creyó por dos veces adivinar el graznido hambriento de las gaviotas sobrevolando el islote de Playa Carrasco, aún sabiendo que era muy improbable en pleno julio, invirtió varios pares de minutos en contemplar los jugueteos de Brancia y Canela, cachorras, revolcándose por el pasto, y acompañó mentalmente la rutina matinal de Marina, que hizo las camas, redistribuyó el polvo del porche en un simulacro de barrido que ejecutaba cada dos días, pasó el trapo por el suelo del baño, alimentó a las gallinas, regresando con dos huevos cubiertos de caca seca y polvo, alimentó a las perras, cortó un limón para el mediodía y tres hojas de laurel, repasó el estanque de las tortugas y después, satisfecha, se preparó un mate que cebó una y otra vez, sola, sentada bajo el alero del porche a pesar del frío, porque había sol, y le gustaba el porche cuando había sol. Cuando se acabó el mate, lo remató con una medidita de Grappa marca Ancap.

A eso de las doce y cuarto almorzaron arroz con trocitos de ternera, cocido con sal y las hojitas de laurel que había cortado Marina. Comieron en silencio, como tantas otras veces. Después, Fausto hizo su siesta de quince minutos, se enfundó la gabardina y el sombrero con la sensación extraña de estar condenado a muerte, besó a su mujer en un lugar indefinido entre la nariz y el labio superior, y perezoso, se encaminó hacia las oficinas de El Observador Oriental para cumplir con su último día de trabajo.

 

Ramírez lo observó fichar, esperando su turno para asentir con la cabeza. Fausto se detuvo un segundo más de lo habitual, para regodearse en el sonido mecánico del reloj mientras introducía la ficha. La miró con atención: 14:02, igual o muy parecido a todos los días durante los últimos treinta y dos años. Dejó la ficha en el fichero que colgaba de la pared, y recién entonces ejecutó el saludo ritual para el conserje.

Sobre su mesa de trabajo lo esperaban tres artículos mecanografiados. Evidentemente, el resto del trabajo se lo habrían dado ya a los nuevos correctores. Al sentarse, por primera vez en sus tres décadas en el periódico, se le ocurrió comparar su mesa con las de sus compañeros. Era una mesa de madera barata, barnizada sin amor por un carpintero sin oficio. Sobre ella no había nada. Ni fotos de familiares, ni papeles desordenados. Ni siquiera una estampita religiosa. Nada. Solamente una fina capa de polvo mostraba herida el rastro que habían dejado los tres artículos al aterrizar sobre su superficie. Pensó en la mesa de Fazio, con las fotos de sus hijas – dos gemelas bastante feas – y su mujer, una pila de diarios viejos y, enmarcado para sobremesa, el primer artículo que había publicado en El Observador Oriental. Montalbán tenía muchos papeles y carpetas, también fotos de su esposa y su perro y un rosario con cuentas de madera de cedro. Rivero tenía fotos de un montón de tipos en pantalón corto posando detrás de una pelota, con varias firmas en tinta azul, y un marco de plata con la foto de su madre.

Fausto no tenía nada.

Pero no le importó, ni se sintió diferente. Simplemente no tenía nada porque los objetos que no eran de trabajo le molestaban sobre la mesa.

Estudió durante un rato a Jacopo, que transportaba los tipos de plomo con pinzas metálicas, componiendo cada una de las páginas del periódico para su impresión. Le fascinaba la velocidad asombrosa del italiano manipulando las piezas, y su facilidad para leer en espejo y con el texto cabeza abajo. Usaba unas lentes gruesas, y sobre su bigote cano siempre humeaba un Nevada. Luego, sonrió sin amargura y se dispuso a corregir los artículos.

A las 22:45 hacía ya varias horas que esperaba con los codos apoyados sobre la mesa. Había terminado su trabajo, y esperaba el fin de la jornada para irse a casa por última vez, cuando Rivero, Jacopo, Fazio, Martínez y algunos más se acercaron con una botella de Old Smuggler recién abierta y varios vasos.

–        Hielo no hay, Fausto, pero no te vas sin brindar con los amigos – dijo Rivero. Fausto se sintió íntimamente agradecido, pero en cambio solamente sonrió con una mueca ligeramente torcida.

–        Para mí un dedo, nomás, que si no me mareo en el ómnibus. – Mentía, pero no quería llegar a casa oliendo a whisky. No lo había hecho en treinta y dos años, y no lo iba a hacer el último día.

Rivero le sirvió bastante más de un dedo. Dos dedos y medio, quizás. Fausto se levantó de su mesa, y fue al lavabo con el vaso en la mano. Una vez allí, volcó un poco de whisky en la pileta, y rellenó el vaso con un chorrito de agua. Regresó, y se sintió ligeramente triste al comprobar que sus compañeros charlaban entre ellos, como si se celebrase su partida en lugar de lamentarla, como si fuera un alivio, después de tantos años, que dejase de acudir diariamente a la redacción. Finalmente, Rivero lo vio, por el rabillo del ojo, parado a un costadito, como tratando de no molestar.

–        ¡Bueno, che, un brindis por el amigo Fausto! – dijo, en voz muy alta, para imponerse al murmullo general – ¡Que nos deja después de un montón de años!

Todos levantaron el vaso. Fausto lo hizo también, sintiéndose agradecido hacia Rivero.

–        ¡Que hable! ¡Que hable! – varias voces se elevaban sobre el estallido suave de los aplausos y el tintineo de los vasos.

–        No, no… – murmuró Fausto, pero era tarde. Rivero le daba unas palmaditas en la espalda, y todos hacían silencio para oírlo hablar. Carraspeó, y repasó la concurrencia con la mirada fija a la altura del pecho de los demás. No eran ni diez. Podía hacerlo, se dijo. Se aclaró la garganta una vez más.

–        Este… Gracias. Muchas gracias – un silencio inesperado lo inmovilizó. Retrocedió un paso, dio un sorbito al vaso de whisky, y entonces notó que la emoción le trepaba el pecho, así que apuró el resto del vaso, para disimular las lágrimas -. Muchas gracias, de verdad. Nunca los voy a olvidar, compañeros.

Dejó el vaso sobre su ya antigua mesa, dándose a sí mismo ligeras palmaditas en el pecho, para recuperarse del licor y de la emoción, y fue hacia el perchero. Con parsimonia, se puso por última vez la gabardina y el sombrero, siendo brutalmente consciente de que era la última vez. Respiró profundo, giró sobre sí mismo, y se acercó a sus compañeros, para darles la mano uno a uno, y agradecerles la despedida.

–        Esperá, Fausto, que voy con vos – dijo Rivero – Vas para Rivera, no?

–        Sí, sí, claro – respondió.

 

Salieron al frío invernal de Montevideo como dos figuras fantasmales. Fausto empotrado en las solapas alzadas de su gabardina atemporal, y Rivero, diez o quince años más joven, guiándolo con una mano en el codo izquierdo, como si fuera un abuelo necesitado de ayuda, que no lo era.

–        Yo me voy caminando – dijo Rivero. – ¿Por qué no te tomás el 142 en la parada siguiente, así me acompañás un par de cuadras?

–        No sé – dijo Fausto, receloso. Ya iban un par de minutos tarde, y temía perder el último 142, lo que le supondría volver a casa en taxi, difíciles de encontrar y mucho, muchísimo más caros.

–        No me seas maricón, Fausto, que es tu último día – sentenció Rivero, comenzando a caminar, y arrastrando al otro por el codo. Fausto se resignó.

Avanzaron despacio, atormentados por un viento gélido que subía desde el Río de la Plata, allí donde se confunde con el aire salado, proveniente del Océano Atlántico. Rivero hablaba de cualquier cosa, sin necesidad de ayuda, como siempre. Fausto solamente pensaba en llegar a casa, en la mano húmeda de Marina y en el último vasito de caña antes de irse a la cama. Doblaron a la derecha por la Avenida General Rivera, alejándose de la parada habitual en la que Fausto abordaba siempre el 142. Ciento cincuenta metros más adelante, un poste indicaba una nueva parada. Fausto se sintió extraño. En treinta y dos años, nunca había tomado el 142 en esa parada. Siempre en la anterior. Eso lo incomodaba.

–        Bueno, Fausto, te dejo. Fue un placer trabajar contigo. No te pierdas – Rivero lo abrazó. “Los hombres no nos abrazamos”, alcanzó a pensar Fausto, incómodo con el contacto físico del otro. Finalmente, le dio una palmada en el hombro, y continuó su camino por General Rivera, hacia Carrasco, en la misma dirección en la que Fausto tomaría el ómnibus.

Desde donde estaba, veía claramente su parada habitual, y estuvo tentado de recorrer los doscientos cincuenta metros que lo separaban de ella. Consultó el reloj. Quedaban menos de dos minutos para que llegase el ómnibus, y, si lo hacía, corría el riesgo de perderlo, por primera vez en treinta y dos años. Suspiró, resignado, y se dispuso a esperar. En seguida divisó la mole de acero gris, con el número 142 levemente iluminado en su pequeña marquesina. El coche se detuvo en la parada anterior, en su parada habitual. A Fausto le pareció extraño, porque nadie esperaba allí, y nadie descendió – ni descendía nunca – del coche. El ómnibus permaneció allí, detenido, con las puertas cerradas. Fausto se acomodó los lentes sobre la nariz, y haciendo un pequeño esfuerzo, pudo distinguir al chófer de siempre, que consultaba su reloj de pulsera. Pudo ver al guarda, inquieto, mirando por las ventanillas.

No sabía qué hacer. El coche llevaba dos o tres minutos detenido. Si caminaba hacia allí, podía ser que el ómnibus arrancara, y entonces lo perdería. ¿Cuánto se tardaba en recorrer esos doscientos cincuenta metros? Calculó entre tres y cuatro minutos, a paso cansado. Y ya habían pasado casi cinco. Distinguía claramente las siluetas del chófer y el guarda, y también las de los tres pasajeros habituales de la línea, que no parecían inquietarse por la demora, permaneciendo en sus asientos de siempre.

Finalmente, tras casi once minutos de espera, el ómnibus se puso en marcha. Fausto, aliviado, descendió a la calzada y extendió el brazo, para que el chófer detuviese el ómnibus. Como siempre, le gustó escuchar el silbido grave de los frenos de aire, y el chasquido metálico de las puertas al accionarse. Con cuidado, se aferró del pasamanos exterior, y subió al coche.

–        ¡Menos mal! – exclamó el guarda, abriendo los brazos. En seguida sonrió, satisfecho. – Lo estábamos esperando en la otra parada, en la de siempre.

Fausto, sorprendido, solamente atinó a agradecer en voz baja, consciente de su inoportuno sonrojo.

–        ¿Sabe que pasa? – continuó el guarda – Es que hoy me jubilo, y me daba pena jubilarme sin despedirme de usted. Le decía aquí a mi compañero, a Juan Carlos: “¿Dónde estará el señor del sombrero? Me daría mucha pena no despedirme de él.” Pase, pase, que hoy no le cobro el boleto.

–        No, por favor, cóbreme – dijo Fausto, intentando darle las dos monedas de un peso.

–        De ninguna manera, no me ofenda. – El guarda fingió su ofensa, acomodando el cuerpo rechoncho al vaivén acompasado del ómnibus, ya en marcha.

–        Bueno, bueno, muchas gracias. Y que tenga una feliz jubilación – dijo Fausto, tendiéndole la mano.

El guarda se la estrechó, palmeándole el hombro con la otra, y también le agradeció y habló durante unos minutos, aún cuando Fausto ya se había sentado en el asiento de siempre, aún cuando era evidente que, mientras intentaba contener las lágrimas de emoción, pensaba más en la mano húmeda de Marina, en su vasito de caña y en el porche íntimo de su casa de Carrasco que en la jubilación del guarda.

 

Enlace permanente a este artículo: https://aprendizdebrujo.net/2011/08/21/la-mano-humeda-de-marina-y-un-vasito-de-aguardiente-de-cana/

Deja una respuesta

Tu email nunca se publicará.

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.