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Inventario de soledad masculina

Los días como hoy, en los que el cielo amanece roto y a gritos, descargando una venganza desproporcionada sobre un suelo sin pasos que contar, son indiscutiblemente especiales. Entonces me gusta prepararme una taza de café y sentarme en mi balcón, para darle al humo gris de mi primer cigarrillo la oportunidad de competir con el algodón de plomo de las nubes guerreras, y sin artificios emocionales, entregarme suavemente a la nostalgia, el frío húmedo sobre la piel de los brazos y el café calentito transitando el esófago.

Aún hoy, muchos años después, soy incapaz de ver llover sin revivir en mi pecho un Buenos Aires pequeñito, pero igual al de mis veinte años. Puedo sentir, justo al lado de donde mi corazón ejerce de músculo, entre sístoles y diástoles, las hojas marrón y ocre del otoño bonaerense, empapándose lentamente para amontonarse junto a las alcantarillas. Puedo ver, sin ningún esfuerzo de imaginación, los empedrados de Palermo Viejo brillando sus reflejos, lustrándose bajo la lluvia sucia de una ciudad que, aunque no lo sepa, es mía, y aún más mía cuando llueve, y mas mía cuanto más arrecia la tormenta.

Revivo, a mi pesar, la emoción violenta de un beso profundo y lenguaraz, con alguna novia ocasional, intentando protegernos de la lluvia bajo algún portal de la avenida Santa Fé, y la tristeza eterna de los sauces de Parque Lezama. Me encarno, sin quererlo pero sin evitarlo, en las farolas de mi San Telmo tanguero y locuaz, testigos invisibles de feria, noche, pasos, bares, personas de carne y hueso, y el repiqueteo sordo de las gotas gordas, grandes, sobre el ala de fieltro de mi sombrero.

Finalmente, como siempre en estos casos, cuando uno, con gusto, se deja atrapar por la memoria, arribo a la Vuelta de Rocha, donde siempre me espera una verdad desnuda. Es la verdad de mi infancia boquense, de mis hermanos sucios de arena de la Plaza Malvinas, de las tardes de lluvia en las que, armados de botas de goma, Mamá nos dejaba bajar a jugar con los charcos, sin supervisión de los adultos ni consejos de seguridad ni más restricciones que volver a casa a la hora de la merienda. Y es esa verdad desnuda la que me interroga cara a cara, y me pregunta de qué está hecho mi inmenso amor por Buenos Aires.

Al principio me sorprendo, o tal vez me hago el sorprendido. El amor por las ciudades no puede estar hecho de otra cosa que hormigón armado y un montón de horas vividas. Pero la lluvia, cuando arrecia, cuando golpea contra las ventanas a tantos kilómetros de tu casa, es como un suero de la verdad. Bajo los ojos, enciendo otro cigarrillo y me dispongo a responder, justo debajo del Puente de La Boca, mientras dudo que esos botes maltrechos y oxidados que flotan ante mis ojos, sean realmente capaces de flotar como lo están haciendo.

Es cierto que Buenos Aires guarda entre sus piedras la historia aburrida de cómo me hice hombre. Sabe de los esfuerzos de mi Padre y de los litigios de amor de mis dos Madres. Sabe de mis hermanos, cerca, y de mis hermanos, lejos, cruzando el río. Buenos Aires conoce al niño que, todos los años, empezaba el primer día de escuela con el pelo engominado de Lord Cheseline, muerto de asco por el tacto helado de la gelatina azul, y del adolescente seguro de sí mismo que un día decidió fumar, que descubrió los porros, la cerveza rubia y las mujeres, sin importar tanto el color de piel o de pelo como el perfil redondo de sus camisetas. Buenos Aires me vio, junto a las Madres y las Abuelas, en casi todas las marchas de la resistencia, y sabe de mis convicciones ideológicas, de mis guerras personales y de mi odio profundo contra tantos, tantos que se llenan los bolsillos sin importar a quién le faltará un vaso de leche por su avaricia, que no vale la pena nombrarlos. Buenos Aires fue testigo, también, de mi pasión futbolera, de los festejos en el obelisco, besando la celeste y blanca con lágrimas en los ojos, de la alegría explosiva del beso histórico entre el Diez y el Pájaro, del fondo azul y oro de mis tardes de domingo, solo o con amigos, pero siempre con el estómago encogido detrás del giro errante de una pelota cualquiera.

Pero lo que mejor sabe Buenos Aires de mí, lo que más conoce, no es ninguna de estas cosas. No es que soy buena o mala persona, ni mis convicciones profundas, ni mi intransigencia sobre algunos temas, ni mis novias de adolescente, ni mis hermanos, ni mi niñez, ni mis tantos colegios. Lo que mejor sabe Buenos Aires de mí es con cuánta intensidad, con cuánto dolor auténtico y qué profundamente quise y quiero a mis amigos. Y por supuesto, aunque Buenos Aires se esfuerce por ignorarlo, es Barcelona la que sabe bien cuánta falta me hacen, la ausencia permanente que me habita desde hace más de una década, la necesidad innombrable de mirarte a los ojos con un cómplice, de costado, para saber en una décima de segundo lo que estamos pensando, lo que estamos sintiendo, lo que vamos a hacer.

Es, sin duda, Barcelona, la que conoce mi plenitud de Padre y de Esposo, la que me vio hacer una familia, y la que conoce el inventario secreto de mi soledad de Hombre, la sombra alargada de la amistad masculina, imprescindible como el agua, y tan lejos que ni siquiera las gaviotas infames del Mediterráneo son capaces de convocarla cuando hace falta.

Y cuando Barcelona decide llover, justo frente a mi balcón, le gusta jugar con mi nostalgia, y entonces se sienta conmigo a mi mesita de madera, se queja bajito de tanta azúcar en mi café, y repasa para mí ese inventario tan temido. Le gusta, cuando la lluvia me humedece los ojos, recordarme que puedo ser feliz como Padre y como Marido, pero que el tiempo solamente agranda el arcón donde escondo mi soledad de Hombre.

Allí, a salvo del polvo y de la humedad, están los amigos de mi primera infancia, con los que descubrí las fantasías soñadas a plena luz, los juegos de superhéroes y los libros de aventuras. Están las noches de sábado, quedándome a dormir en sus casas, conversando asuntos de niños en voz baja, en la oscuridad, y las llamadas de atención de los padres: “¡A dormir, que es muy tarde!”. Están las tardes de domingo, cuando mi madre hacía una pila de panqueques con dulce de leche, y yo me sentía orgulloso y generoso de convidar a mis amigos.

Después, a la misma caja, fueron a parar las primeras fiestas hasta la madrugada, los primeros desayunos de café con leche y medialunas de grasa al amanecer, intentando conjurar una borrachera feroz antes de volver a casa, el descubrimiento sorprendente de la piel femenina y las caminatas eternas, cantando tangos a gritos sobre los adoquines necios de una ciudad dormida. Guardo también, los primeros viajes al Sur Argentino, con mochilas e ilusión, y muy especialmente una noche de 1991, junto a mis dos amigos del alma, acurrucados en una tienda de campaña rota, bajo una lluvia torrencial, empapados, intentando escuchar por la radio cómo estallaba la guerra del Golfo Pérsico, sintiéndonos más cerca que nunca.

Pero lo que más espacio ocupa en ese cofre, el verdadero secreto que atesora, son las claves rioplatenses de la amistad masculina, del amor de hombre a hombre. Son palabras, las charlas interminables regadas con cerveza o con ginebra, los cientos, miles de horas, mano a mano, relatando penurias o escuchándolas, los abrazos, como hermanos. Es la certeza, única, de haber hecho una elección de amistad que durará para siempre, inmune al tiempo, pero que sufre la distancia. Es el recuerdo físico de cada encuentro, de las charlas de café, de los viajes, de los sueños en común.

Y figuran también, en ese inventario, todos los momentos en los que los necesito, y están lejos. Cuando me casé. Las dos veces que fui Padre. Cada vez que conseguí un trabajo. Cuando publiqué mis libros. Cada una de las tardes de lluvia y fútbol. Los momentos donde arrasa la nostalgia. La certeza de una vida por delante extrañando a mis amigos, y, fundamentalmente, los días en los que no pasa nada, pero simplemente me haría bien un café, una palmada en el hombro, un abrazo de oso, el amor de un amigo, de hombre a hombre.

Pero ahora mismo toca levantar la vista, y volver a mi balcón antes de que, sin aviso, la lluvia se detenga, y se cierre la ventana de mi nostalgia profunda. Porque aunque a veces lo perdamos de vista, aunque a veces la tristeza no nos deje ver más allá, es indiscutible que, siempre que llovió, paró.

 

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