No es un secreto para nadie: crecí en un país difícil, amargo muchas veces y maravilloso otras, donde en apenas treinta años mi padre vio dos veces escurrirse entre los dedos el producto de una vida de trabajo, y en el que, muchas veces – tantas que la memoria me traiciona si trato de hacer números – escuchamos al vecino gruñir por lo bajo, masticando sin disimulo su amarga ironía: “¡Qué país generoso!”.
No es nuevo para nadie que la Argentina arrastra un caos congénito y vital, una herencia maldita y poderosa a la vez, que la hace única. Y esa herencia, esa marca indeleble, ese no se qué distintivo del que nos enorgullecemos los argentinos y del que, muchas veces, recelan los demás, no está hecho de sus llanuras interminables, ni de las Cataratas del Iguazú. No se puede encontrar en la cima del Aconcagua, ni en la rompiente del glaciar Perito Moreno. No es de hierba ni de tierra, no es de cuero ni de sangre, no es el viento pampero que arrecia, ni la sudestada infame que anega de mierda líquida los barrios pobres.
Ese plus, ese algo intangible y esquivo, puede encontrarse en los ojos de la gente, en las manos, en los abrazos, en los silencios, en los encuentros y, sobre todo, en las ausencias. Se puede encontrar en las miradas de las Madres de Plaza de Mayo, en las voces que aún resuenan de treinta mil almas truncadas por la infamia, pero también en la sonrisa y los dedos blanquecinos de harina del que te vende el pan, en el abrazo tembloroso de cualquier reencuentro entre amigos de verdad, en los cuerpos que se entrechocan en el caos urbanita de la calle Florida, en la mirada profunda con que cualquier ex profesor reconoce a cualquier ex alumno, en todos y cada uno de los domingos por la tarde, viendo fútbol en un bar cualquiera.
La Argentina es un país de personas de carne y hueso, de rostros y voces, de piel y tacto. Es un país con demasiados muertos enterrados, pero también con muchas ganas de vivir. Es un país de gente que te mira a los ojos, hombres y mujeres que pueden y saben escuchar cuando les hablan.
Pero, sobre todo, la Argentina es un país donde diciembre trae, indefectiblemente, treinta y un días de sol.
Treinta y un días de cielos líquidos, limpios, salpicados de nubes que lo dibujan de celeste y blanco.
Treinta y un días de sofoco, de calores tórridos que aplastan Buenos Aires con furia, pero invitando a los porteños a desnudarse el torso, a reconocer en propia piel el sudor, a saber del otro en carne propia.
Y no es trivial. Supersticiosos o no, religiosos o no, practicantes de rituales que creíamos piadosos, y que están hoy prostituidos por la voracidad infame de la industria, o no, lo cierto es que no podemos – no puedo – evitar hacer balances en diciembre, pensar la vida, pensar el año que se va y el que viene, los pocos aciertos y los muchos errores, los días de tu vida que pasan, empaquetados de a trescientos sesenta y cinco, mientras lo único que aparentemente cambia es la altura de los hijos, lo incisivo de sus preguntas, el tamaño de sus manos ya no tan pequeñas, lo redondo de sus ojitos asombrados, cada vez más redondos, cada vez más asombrados.
Entonces me siento en mi balcón, desde donde las montañas presiden la llegada del invierno a una tierra hermosa, pero con la memoria histórica repleta de malos recuerdos, las manos enchastradas hasta los codos de sangre derramada en nombre de Dios, o en nombre del oro necesario para pagar las guerras de Dios, que viene a ser lo mismo; y enciendo uno más de tantos cigarrillos, con los dedos congelados, con el rostro que se vuelve de cristal bajo el arañazo infame y traidor de las uñas filosas de un viento helado, y contemplo los cielos encapotados de mi diciembre particular.
Bajo mi techo, es verdad, no falta sopa. No falta ni sopa ni amor. Pero es amargo reconocer en voz alta que me siento agradecido por tener lo que me he ganado con justicia. La sopa está tinta en sangre de una España que hoy tiene la cabeza gacha, derrotada en Europa por la consecuencia infame de su carácter latino, y en las urnas por la pereza de algunos, la cobardía de otros y el fascismo de unos cuantos. La sopa reconforta por su calor, pero tiene el sabor metálico de muchos otros platos vacíos. Mientras tanto, el amor es siempre un regalo, pero también un premio merecido a una vida vivida con honradez.
Mi diciembre particular trae, este año, por primera vez en los últimos once, miedo ambiental.
Miedo porque una vez más, la intolerancia se abandera de votos que, aunque insuficientes, le dan derecho a gobernar con la voz autoritaria de algunos, sobre el silencio de todos los demás.
Miedo porque la promesa del primer mundo que hace ya más de una década me trajo a estas tierras se desmorona, se despedaza, embarullada en medio de un terremoto en cámara lenta, mientras la gente pierde lo que queda del bienestar que el estado repartía cuando sobraba pan y no alcanzaban las manos para llenarse los bolsillos, y los de siempre caen de pie, y también los de siempre – los otros de siempre – sufren la falta de esperanza.
Miedo porque todas las mañanas me pregunto cual será la mala noticia del día.
Miedo porque, a pesar de todo, la anestesia social sigue en el top ten en la lista de los más vendidos, y hacemos entonces gala de una extrema pasividad para aceptar la desgracia y la derrota.
No puedo evitar, a pesar de ser este un otoño suave y soleado, ver mi diciembre repleto de cielos oscuros, un horizonte de nubes negras, y mucha, mucha melancolía.
Tampoco puedo, ni quiero evitar, el recuerdo transparente de los diciembres argentinos, con su luz particular, con su brillo. Eran otros tiempos y otras voces, pero a pesar de que también en Argentina, en su día, el balance del año que se iba era negro, a pesar de tener también la memoria manchada de sangre, a pesar de que, sin lugar a dudas, la falta de pan alrededor fue siempre allá mucho más grave, es imposible sustraerse al encanto tórrido de los cielos de diciembre, a las noches azul marino alfombradas de gargantas entonando fiesta, los pasos de pies al descubierto bailando una danza narcótica que espante los fantasmas.
Lo que quiero decir, lo que quería decir antes de enredarme en la retórica de siempre, es que la fortuna y la memoria suelen conjurarse para mal de muchos, de este y de aquél lado del océano. Todos tenemos manchas en el expediente, y las vacas gordas se mudan de barrio cada vez que a un montón de ladrones con corbata y carnet les da la gana. Pero cuando llega el momento de echar cuentas, cuando la vida te sugiere una de esas pausas arbitrarias que el tiempo marca en un calendario para pensar, no es lo mismo un diciembre frío y lluvioso que un verano incipiente que te sugiere que desbordes las pasiones.
No es igual enfrentarte a otro año que promete ser miserable cuando estás refugiado en tu casa, comiendo algo caliente y compartiendo tu esperanza en familia, que hacerlo volcado en la calle, en una romería de vino, amigos y música gritada a las estrellas.
Se acaba el año, y no puedo ni quiero renunciar a la nostalgia de los diciembres soleados, de las voces recibiendo el año nuevo a grito pelado bajo un cielo interminable y generoso, danzando danzas guerreras con mucha piel al descubierto.
No es, ni será nunca, ni remotamente parecido, enfrentarse al comienzo de un año difícil tapado con una manta hasta los ojos, o saltando sin camiseta, empapado de sudor, rodeado de piel y brazos y manos y labios y ojos. No es lo mismo.
Por suerte para mí, en las manos de mi mujer y en los ojos redondos y grandotes de mis hijos, aún soy capaz de adivinar el celeste y blanco infinito de los cielos soleados de mi diciembre más auténtico. Y aunque las cosas pinten negras en esta España castigada, no renuncio a creer que, entre todos, podemos convocar un rayito de sol, pálido y genuino, para que ilumine este diciembre negro.
La realidad, la verdad y la crisis no son más que un punto de vista. Hay otros. Solamente hay que aprender a verlos, solamente hay que aprender a permitir que el rayo de sol convocado entre todos aporte una luz distinta, que nos permita imaginar, en la piel y en la sangre, que otro diciembre es posible.
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