Se acerca el invierno.
Para los seguidores de la saga Game of Thrones, la frase “Se acerca el invierno” estará repleta de significados. Para los demás, probablemente resultará poco más que una obviedad del hemisferio norte. De alguna manera lo es, pero así como en la ya mentada saga, la frase alude simbólicamente a las desgracias que se ciernen sobre el reino, en la vieja Europa pasa algo parecido. No es simbólico. Se acerca el invierno en muchos sentidos.
En España en particular, el nuevo gobierno conservador – ojalá fuese conservador, es mucho, pero mucho más que eso – aún antes de asumir ya está imponiendo su intolerancia política en el Congreso de los Diputados, impidiendo que la Izquierda Abertzale – tampoco santo de mi devoción, por cierto – tenga, como ha conseguido en las urnas, grupo propio en el hemiciclo. Y no solo impondrán su intolerancia, sino un absurdo credo absolutista según el cual, aparentemente, el discutiblemente legítimo derecho a gobernar proporciona, adicionalmente, la prerrogativa de decidir por todos lo que está bien y lo que está mal.
Es una simple anécdota, de las que, estoy seguro, cuatro y probablemente ocho años de gobierno de extrema derecha nos proporcionarán a miles, lamentablemente.
Lo que no es una anécdota es que la sociedad moderna parece evolucionar en contra de los paradigmas que se proclaman como verdades. Mientras los Paladines de la Democracia anuncian a los cuatro vientos su pluralidad, cada vez es menos posible la diversidad de ideas. Después de cuarenta años de exigir que los independentistas Vascos renuncien a las armas y hagan política en el marco de su amada democracia, cuando por fin lo hacen son vergonzosamente traicionados, les cambian las reglas del juego y los intentan dejar fuera del pastel. Los que se dicen más demócratas se rasgan las vestiduras porque una parte de la sociedad vasca – que evidentemente no les gusta, pero que indiscutiblemente existe y es numerosa – tiene representación parlamentaria.
El mismo tipo de artificio puede reconocerse en casi todas las democracias occidentales, donde por fuerza estamos reducidos ideológicamente a estar a favor o en contra, conmigo o contra mí, a querer más a mamá o a papá. Se espera de nosotros que optemos por una de las opciones existentes, pero en ningún caso que creemos opciones nuevas.
A pesar de las diferencias teóricas, las fuerzas políticas aceptables para los demócratas occidentales se homogenizan a una velocidad alarmante, y esa igualación ostenta el espíritu del temor de los poderosos a perder su poder: condena la pluralidad y la diferencia, denostando cualquier forma de pensamiento que difiera un ápice de lo que está escrito en los libros que ellos mismos han redactado.
Solamente han cambiado los instrumentos. La telebasura ha reemplazado a la Santa Madre Iglesia en la labor de adoctrinamiento de los corderos, y la opinión pública al Santo Oficio en el arduo menester de perseguir, humillar, reprimir y castigar la diferencia. De la misma manera, nuevos valores occidentales reemplazan los ancestrales. La deshonestidad y el dinero sobre el honor, la estupidez sobre la ilustración, la igualación al nivel más bajo sobre la singularidad y la violencia sobre la valentía.
Y no sucede solamente en política.
El invierno se acerca también en los valores sociales, y en la cultura. Como padre, asisto horrorizado al deplorable y continuo espectáculo televisivo, mientras los Paladines de la Democracia se disputan a dentelladas el derecho a adoctrinar que da el control de la educación, y se ocupan de regular el lenguaje adulto, fomentan sin pudor el culto a la imbecilidad, la pobreza de espíritu, y la chatura de conceptos. Tom & Jerry o La Pantera Rosa ya no son bien vistos, por el exceso de violencia de sus argumentos. En cambio ocupan su lugar en la pequeña pantalla decenas de personajes deplorables, como Bob Esponja, orgullosos portaestandartes de su propia idiotez, que no conformes con degradar el valor de la inteligencia y el conocimiento, destrozan también, cuidadosamente, los conceptos de amistad, trabajo, honradez y, por supuesto, rebeldía bien entendida.
Mientras tanto, la maquinaria legislativa de los vencedores, puesta al servicio de la Libertad, la retrata, ridiculizándola, reduciéndola al mínimo común denominador, según el cual solamente somos libres si podemos hablar por teléfono móvil en la cima de una montaña, aunque no podamos cancelar el contrato con la compañía telefónica.
Se acerca el invierno.
Se acerca el invierno porque nunca antes los poderosos tuvieron tan bien aceitados los mecanismos que los perpetúan en el poder. A lo largo de los siglos, han conseguido cambiar el origen teórico de su poder, que provenía de Dios cuando eran Reyes y Nobles, a la soberanía popular, ahora que se fundamenta en los votos. Nos han convencido de que la diferencia es sustancial, pero yo creo que no es más que el cuento de hadas que la mayoría de nosotros necesita comprar para creer en un futuro mejor. Simplemente cambian los roles, los instrumentos y los argumentos, para servir a un único fin: mantener la casta de poderosos que manda, que permanece impune, que se enriquece con el trabajo de todos, y que, continuamente, sigue decidiendo por los demás lo que está bien y lo que está mal.
Se acerca el invierno porque, como sociedad, como conjunto, nos hemos envilecido. Somos más vagos, más cómodos, y hemos abrazado la mercadotecnia como una religión absoluta. Los cruzados estaban dispuestos a morir por Dios, mientras nosotros estamos dispuestos a vivir para el nuevo Dios moderno, que necesita pilas, electrónica y yogures envasados, amortizaciones, intereses sobre saldo y préstamos prendarios. Es un Dios difuso, que a veces se viste de neón naranja y otras se oculta entre papeles timbrados que dan fe, pero al final es tan incomprensible, arbitrario y caprichoso como el otro. La diferencia es la sinceridad: mientras el primero quería que los hombres muriésemos en su nombre, por orgullo, el segundo quiere que los mortales vivamos en su nombre, para calmar su codicia.
Se acerca el invierno porque la inocencia de los niños dura cada vez menos, porque la obscenidad pública de los poderosos es cada vez más ostentosa, porque la estupidez continúa a lo alto de las listas de los más vendidos. Se acerca el invierno porque ya los empresarios son venerados a su muerte como inventores o creadores, y porque el cinismo público alcanza niveles que lo hacen invisible a los ojos. Se acerca el invierno porque las ideas ya no son un valor en activo, sino un entretenimiento de majaderos, y porque un deportista tiene más prestigio social que un pensador o que un médico, y a todos nos parece normal.
Sencillamente, se acerca el invierno.
Personalmente, no creo que sea del todo malo. Por muy largos que sean los inviernos, por muy duros que sean, por muchos muertos que siembren en sus nevadas inclementes, al final siempre nos espera una primavera. Solamente espero que este invierno sea como la caída de Roma en poder de los Turcos Otomanos, como el fin del Feudalismo o como la derrota de Napoleón: el apogeo de la vileza de una sociedad, y la catástrofe que la lleva a reinventarse a sí misma.
Lo he dicho antes y lo repito. No tengo ninguna duda: hay esperanza. Puedo verla en los ojos de mis hijos, puedo sentirla bajo mis dedos cuando escribo, puedo adivinarla en el hartazgo contagioso de unos pocos, que empieza a sonar como tam-tams guerreros, bajito, al final de la noche, augurando un nuevo día que tal vez – sólo tal vez – anuncie la llegada de la primavera.
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