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2012: Ensayo sobre el fin del mundo

El año 2000 no iba a llegar nunca. Quienes vivimos durante los 70’s, 80’s y 90’s, conocimos un mundo de otro color, más pedestre, menos profesional y, en mi humilde opinión, mucho más auténtico. El siglo XX parecía que iba a ser eterno, que no se acabaría. Cuando por fin lo hizo, arrastró una marea de pánico social: se iban a caer aviones, la informática mundial estaba preparada para enloquecer y destrozar nuestras vidas almacenadas digitalmente a la medianoche en punto del cambio de milenio, los automatismos planetarios al completo se conjuraban para que el orbe se sacudiese, por fin, a la especie humana de su agrietada piel.

 

Por supuesto, no pasó nada.

 

Tan solo una década y migas después, se acerca el temido 2012. Amén de las archiconocidas profecías Mayas sobre el fin de su calendario – archiconocidas de nombre, porque pocos de sus archiconocedores las conocen realmente – existen bastantes numerologías de diversos orígenes que intentan aludir a la verdadera ciencia para fundamentar sus razones matemáticas, astrológicas y físicas, profetizando un cambio de ciclo, una posible destrucción de especies, la muerte del mundo tal y como lo conocemos.

 

Personalmente, doy un crédito menor que cero a todas – absolutamente todas – las predicciones de estos profetas de la catástrofe, y me inclino a creer que es especialmente redituable alimentar la ignorancia humana: a la gente le encanta comprar libros sobre el fin del mundo, sentirse informada, comentar con sus amigos en las reuniones sociales tal o cual secreto de los chamanes, de los brujos de la tribu y las formidables coincidencias matemáticas que hacen del 2012 un año tan especial. Entretanto, los predicadores a sueldo del nuevo apocalipsis se llenan los bolsillos, y no se molestarán en devolver el dinero el primero de enero de 2013, cuando sus profecías huecas caigan por su propio peso.

 

Sin embargo, no puedo evitar recordar que, pisándole los talones a la cuarentena, hace tiempo ya que decidí intentar ser más abierto de mente, y a pesar de todo, me parece interesante detenerse un segundo a pensar en esa posibilidad:

 

¿Y si estuviese a punto de llegar el fin del mundo?

 

En primer lugar, la enorme soberbia de la especie humana, solamente comparable a su infinita incompetencia, se ha empeñado durante miles de años en asociar su desaparición con el fin del mundo. Nada más falso. Los dinosaurios se extinguieron, sí, pero la Tierra sobrevivió tan campante. No estoy tan seguro de que la destrucción de los humanos sea lo peor que le puede pasar al planeta, más bien lo contrario. Pero de lo que sí estoy seguro, es de que si finalmente conseguimos aquello en lo que tanto nos empeñamos: desertizar la tierra por deforestación, envenenar definitivamente los ríos, desequilibrar los ecosistemas y demás perlas que tan rentables resultan a unos pocos, entonces los humanos desapareceremos de la faz de la Tierra, y lentamente, dentro de un millón de años, o dos, o cien, otra forma de vida tendrá su oportunidad.

 

No somos capaces de destruir el planeta. Solamente conseguiremos hacerlo inhabitable durante el tiempo suficiente para extinguirnos, nada más.

 

En segundo lugar, tenemos por delante una excelente oportunidad para pensar en voz alta si nos merecemos o no ese final con el aire envenenado.

Hoy, la Tierra es un planeta repleto de individuos encantadores. Vistos uno por uno, a corta distancia, la inmensa mayoría de los seres humanos tiene rasgos entrañables, un perrito tierno al que sacarle fotos, un amor conmovedor por los suyos, ganas de vivir, alguna que otra idea noble y media docena de convicciones profundas que, erradas o no, solamente persiguen el bien común.

Sin embargo, al alejar la cámara, cuando los rostros de los individuos pierden definición y lo que se ve es una multitud, entonces los seres humanos nos volvemos ignorantes, intolerantes, temerosos, xenófobos, embrutecidos, pendencieros, beligerantes, egoístas y salvajes. Toda la bondad y la poca o mucha sabiduría de los individuos se diluye por completo en las masas. Sólo sabemos compartir lo negativo. Somos una especie capaz de unirse solamente por obligación o por odio. Nos uniremos para la guerra, para evitar que los del país vecino vengan a vivir a nuestro país, para imponer nuestra religión y moral a los otros, pero jamás para compartir, para recibir a los demás en nuestra casa, para hacer del mundo un lugar mejor.

Somos los responsables de dos guerras mundiales.

Somos los inventores de las bombas de hidrógeno.

Somos los creadores de las leyes de mercado.

Somos los culpables de la pobreza.

Somos la causa directa de la desaparición de cientos de miles de especies.

Somos los únicos, en este planeta, que hemos matado en nombre de Dios, de la Ley o del Rey.

Somos los únicos capaces de matar por razones diferentes a la estricta supervivencia.

 

Pero antes de condenar a la especie humana, volvamos a manipular la cámara, y enfoquemos otra vez hasta donde se distinguen los rostros, hasta donde se escuchan las voces, hasta donde estamos al alcance de los abrazos.

Entonces la nitidez nos descubre el otro rostro de los seres humanos, el de las personas que inventaron la música y descubrieron el uso de la penicilina, el de los pintores, actores, médicos y astronautas, el de los que soñaron con volar como pájaros y lo consiguieron, el de quienes desearon nadar como peces, y lo consiguieron. Miremos a la cara tantos rostros, escuchemos tantas voces de los que desearon contar historias, bailar para deleite de los demás, liberar a la piedra de sus demonios esculpidos.

Y sí.

Somos los creadores de gran parte de las cosas bellas de este mundo.

Somos los que aprendieron a escuchar, a mirar con otros ojos y a contar cuentos.

Somos también los que supieron hacer de los animales algunos de los mejores compañeros.

Somos quienes disfrutan con el aire limpio.

Somos dos adolescentes con el corazón golpeando fuerte, mientras caminan de la mano en una ciudad cualquiera, intentando adivinar como mirarse a los ojos sin morir de vergüenza.

Somos los que, según decimos, queremos un mundo mejor para los niños.

 

No puedo evitar sentirme desorientado en medio de tanta contradicción, no puedo evitar que mi piel y mi sangre llame a la vida de los individuos y a la condenación de las masas. No puedo evitar sentirme lleno de rabia, a la vez que conmovido y desbordado de amor.

 

Y entonces recuerdo la pregunta: ¿Nos merecemos nuestro final, como especie?

 

Por suerte, recuerdo también mi promesa de intentar ser menos categórico, más amplio de miras, menos convencido acerca de mí mismo y mas dispuesto a escuchar a los otros. Y más pronto que tarde, comprendo que no soy capaz de encontrar la respuesta. Es demasiada responsabilidad, y la pregunta tiene demasiadas aristas, es demasiado filosa, amante y traicionera, espada y capa a la vez.

Quizás la respuesta sea sencillamente esa. Me quedo con esa idea: Aún no hemos hecho méritos suficientes para merecer indiscutiblemente la extinción, pero es muy probable que sea el momento de entonar un profundo mea culpa, de pensar de nuevo las razones de todo lo que hacemos, y de pedir, de implorar con humildad, a quienes comparten el planeta con nosotros, 2012 años de prórroga, para tener tiempo de demostrar que, por fin, aprendimos algo.

Y si no, el fin del mundo será en el año 4024.

 

Feliz 2012, y gracias una vez más por haberme acompañado otro año.

Barcelona, 26 de diciembre de 2011.

Federico Firpo Bodner.

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