“Papá, yo no había hecho nada malo”.
Al principio ni siquiera lo escuché. Estábamos en el sofá de casa, riendo y charlando, todos juntos. Daniel a mi lado, con sus cinco añitos repletos de ternura e inocencia. Pablo, de pie, explicaba alguna historia desbordante de fantasías, como suele hacer, mientras Gloria y yo le prestábamos atención. Daniel había estado jugando con un cachirulo compuesto de piezas triangulares de plástico, que van unidas por dentro con un cordel de nylon transparente. Uno de esos juguetes de la modernidad, destinados a romperse sin remedio al poco tiempo de uso, fabricados en Asia a quince céntimos la unidad, por mano de obra infantil y eurocomercializados a cero noventa y nueve en las tiendas de los barrios, previa inspección de euroseguridad.
Entonces lo sentí temblar, pegado a mi brazo derecho. Giré mi cara hacia él y, sorprendido, descubrí lagrimones. No lagrimitas. No un llantito, sino un desconsuelo incontenible, un torrente de agua cristalina y espasmos de angustia que sacudían su pechito dulce, mientras continuaba repitiendo, entrecortadamente, como podía, intentando atravesar el sonido trágico de su propio llanto:
“Papá, yo no había hecho nada malo”.
Lo primero que hice, lo que me salió del alma, fue abrazarlo. Al acercarme a él bajé la vista, y entonces comprendí. El juguete se había roto definitivamente, sus piezas se dispersaban entre las manitos empapadas de lágrimas y su regazo de niño, como una víctima grotesca de un asesinato de plástico y cuerda.
Quizás sea justo, en este punto, explicar que, tanto a su madre como a mí, nos horroriza a veces el patrimonio en juguetes del que disponen los niños de hoy en día. Entonces solemos aleccionarlos sobre cómo se deben cuidar las cosas, sobre la suerte de tenerlas y demás aburrimientos propios de adultos responsables. Y tal vez sea justo considerar que, a veces – sólo a veces – nos pasamos un poco con la potencia y vehemencia de los argumentos.
Me costó tremendamente consolarlo, y el único argumento posible fue asegurarle que yo sabía que no había hecho nada malo, que había sido un accidente, que él no había querido romper el juguete.
Se sentó a horcajadas sobre mí, imitando sin saberlo a un Koala, como le gusta hacer, y apoyó su carita bañada en llanto sobre mi pecho, mientras lentamente, su aliento entrecortado recuperaba la normalidad, y los nubarrones negros de su angustia se disipaban a la misma velocidad a la que habían llegado.
Comencé entonces a acariciarle distraídamente el pelo, como me gusta hacer a mí cuando lo tengo encima, y a pensar en lo sucedido. Apaciguado por el compás regular de su respiración de niño, reflexioné sobre lo que acababa de pasar.
En el primer abismo al que me asomé, me sorprendió la profundidad y el valor absoluto que tienen nuestras verdades al ser reflejadas sobre las verdades de nuestros hijos: la angustia de Daniel solo puede entenderse en esa clave. Sintió que había traicionado lo que somos como familia, lo que le enseñamos y también lo que hacemos, lo que ve en casa, porque si de algo estoy seguro es de que los niños, de lo que se les enseña solamente con palabras aprenden más bien poco, y en cambio son la esencia pura de lo que ven hacer a sus padres, combinado, por supuesto, con su propia personalidad.
Pero lo que más me impresionó, lo que me llevó a pensar en este artículo, fue comprender que su angustia, su profundo sentimiento de culpa, se debía a las consecuencias de lo que, aún sin querer hacerlo, había hecho. Él no tenía intención de romper el juguete. No deseaba romperlo, y era plenamente consciente de no haberlo maltratado, de estar dándole un uso normal. Sin embargo, la frase que repetía una y otra vez en su llanto dulce no era “Yo no fui”. Ni siquiera “Fue sin querer”. La frase era “Papá, yo no estaba haciendo nada malo”. Quizás sea rizar el rizo, pero me hizo pensar en que estaba presenciando una actitud verdaderamente honesta. Asumía su responsabilidad, había sido él, pero lo que le dolía era que no había tenido malas intenciones. No había hecho nada malo. Comprendía perfectamente que el juguete se había roto como consecuencia de su uso, y además sabía que romper las cosas está mal, pero al mismo tiempo estaba convencido de no haber maltratado el juguete.
Y aún así, estaba asumiendo las consecuencias.
Entonces pensé, enternecido y conmovido, que más allá de reconocerlo públicamente o no, si los adultos fuésemos capaces de separar intenciones de consecuencias, y si, además, pudiésemos experimentar un arrepentimiento tan genuino cada vez que las consecuencias de nuestros actos se separan de nuestras intenciones, e involuntariamente hacen daño, entonces las reglas del juego, desde el punto de vista social, serían absolutamente diferentes para todos.
Quizás deberíamos aprender a asumir, con naturalidad, las malas consecuencias de nuestras buenas intenciones.
Y, sobre todo, deberíamos ser capaces, cuando alguien argumenta buenas intenciones como explicación para las malas consecuencias de sus actos, de otorgarle, al menos, el sanísimo beneficio de la duda.
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