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Yanquetruz

No es un secreto que en mi familia nunca sobró el dinero, ni tampoco que la certeza de ser intelectuales de izquierda de mis padres era tan profunda que nos hornearon a fuego lento una cultura de culto al trabajo y al esfuerzo que superaba ampliamente lo razonable, y que probablemente sea la causa fundamental de que ni yo ni ninguno de mis hermanos vayamos a ser nunca funcionarios públicos. En nuestra primera infancia, mi padre era un padre de carne y hueso, pero era también, y sobre todo, una imagen de lo que debe ser un padre, una proyección a medio camino entre lo místico y lo terrenal de cómo tenía que ser un padre intelectual de izquierda a finales de los setenta y principios de los ochenta. Se iba de casa antes de que saliera el sol, y volvía muchas veces después de la cena. Era un padre que trabajaba y hacía ravioles con salsa los domingos y tortafritas las tardes de lluvia. Era un padre que muchas veces no podía estar, pero como la razón era siempre el trabajo y el esfuerzo, nosotros teníamos que entenderlo. Era, por supuesto, un padre cariñoso y cercano, pero rígido en su moral inquebrantable de izquierda. A veces pienso que, contra el predicado de apertura mental en el que nos embanderamos muchas veces los progres, al final terminamos siendo tan dogmáticos como los judíos ortodoxos o los pontífices todopoderosos de ademanes lánguidos, faldas blancas y gorrito rojo que tanta pena nos dan.

No era que fuésemos pobres, nada más lejos de la realidad. Pero no es menos cierto que había que pensarlo dos veces al hacer la compra, y que el arroz formaba parte importante del menú del hogar, así que crecimos valorando el trabajo como un fin en sí mismo, como una cultura de esfuerzo que tiene su premio en la honradez, y en la satisfacción personal de saber que uno se ha ganado todo lo que tiene, y parte de lo que no tiene, que indefectiblemente ha quedado en manos de empresarios inescrupulosos y conspiradores a sueldo que aún no han entendido que el capitalismo está básicamente mal.

Así las cosas, cuando tenía quince años, borracho de ideas nobles y enamorado del todo lo que podía imprimirse en un papel, conseguí que mi padre hablara con un conocido, que me dio trabajo en una librería de la calle Corrientes. Era un empresario despiadado, grosero y vulgar, que vendía libros profanándolos como si fuesen tomates o zapatillas de deporte, y al que le daba lo mismo la letra que la sangre, mientras le pagasen su mercancía. Tenía una librería enorme, de dos plantas, en Corrientes y Suipacha, en cuyo salón alcancé por primera vez en mi vida un estado nirvanáceo casi absoluto, rodeado de miles de volúmenes, cientos de miles de páginas impresas, millones de letras moldeadas con tinta sobre papeles de calidades diversas. En mi primer día de trabajo en la librería, pensé que no podía ser más feliz. Y encima me pagaban.

A los tres meses de sudar la gota gorda moviendo libros del sótano a la segunda planta y viceversa, desengañado una vez que comprendí que mientras tuviese quince años, cara de nena y voz de pito el avaro dueño de la librería nunca me iba a dejar vender en salón (que era lo que yo quería, aconsejar a lectores y ayudarlos a elegir bien), sino que se aprovechaba de un pendejo barato para que hiciera lo que nadie más quería hacer, y desencantado por el derrumbe de mi paraíso privado de letras efímeras en viejos libracos cubiertos de polvo, empezaba a perder la fe, mientras intentaba perder el tiempo para recuperar el aliento entre viaje y viaje al sótano infame donde las polillas almorzaban con las obras completas de ilustres olvidados, y el polvo se colaba entre las páginas, la ropa y la memoria.

Entonces, una tarde cualquiera, aburrido, mientras charlaba por lo bajito con un compañero al que sí le dejaban vender, pero que no sabía apreciar la suerte que tenía, apareció Yanquetruz. Estábamos apoyados contra una de las mesas de exposición de novedades, comentando la cercanía de las elecciones generales que finalmente llevarían a Menem al poder en 1989, cuando contra la claridad que reverberaba la puerta de calle se recortó la figura totémica de un gordo inverosímil. Caminó por el pasillo central hacia nosotros, y entonces pude verlo mejor. Tenía una edad indefinida entre los cincuenta y los sesenta años, y pesaba por lo menos ciento treinta kilos. Vestía unos pantalones de dril manchados de lo que parecía mierda de paloma, pintura y tuco con cebolla, una camisa grande como una sábana, color remolacha y con rayas blancas que envolvía su panza innoble, también recorrida en toda su geografía por rastros de pinceles, restos de comidas picantes y sospecho que algunas sustancias alucinógenas, y llevaba el pelo y la barba bastante largos, de color rojizo, ya encanecidos ambos. Pero el detalle que me desconcertó por completo, descolocándome del todo, fue que para evitar que el pelo le tapase la cara, utilizaba una bombacha común de mujer. No lencería erótica ni nada parecido, sino una simple bombacha de diario, negra, decorada con diminutas florcitas lilas. El elástico destinado a la cintura ceñía su frente, y por el orificio destinado a cada una de las piernas asomaba un mechón de pelo sucio, quebradizo y revuelto. Se acercó a nosotros sin dudarlo.

–       Soy Yanquetruz – dijo, como esperando que una revelación seráfica nos indicara qué hacer a continuación. – ¿Está el dueño?

Pronunció la palabra dueño con cierto desprecio, como si la sola idea de la propiedad privada le resultase irritante de manera manifiesta. Mi compañero y yo nos miramos con sorna y desconcierto, preguntándonos silenciosamente por qué razón teníamos que conocer de antemano la existencia de tal personaje, y la oscura razón de su presencia allí. Le indicamos el camino a la planta noble del local, y lo observamos subir con pisadas de elefante asmático, refunfuñando quejas ininteligibles que quedaban atrapadas en su barba enmarañada mientras ascendía lentamente. No parecía conocer la prisa, y su sola presencia hacía que el aire se arremolinase a su alrededor, como si todo él fuese un polo de gravedad indiscutible.

Cuando llevábamos unos minutos de cavilaciones teóricas sobre los motivos de su presencia imposible, escuchamos su voz de barítono arropada por sus pasos densos emprendiendo la bajada junto al propietario de la librería. Resultó ser pintor de carteles, y durante las tres semanas siguientes se dedicó a redecorar las vitrinas del local, porque hablamos de una época en la que la sola mención del plástico se consideraba todavía una grosería, y era necesario pintar las letras a mano, con pinceles de verdad.

Fueron las mejores tres semanas de los escasos meses durante los que trabajé para ese miserable. Cada vez que podía me escapaba para verlo pintar. Mientras dibujaba primorosamente las letras de la vidriera, midiendo espacios, rellenando agujeritos y mintiendo al revés, desde dentro, para que se viese desde fuera, Yanquetruz conversaba conmigo de literatura y política, de filosofía y de arte, de tetas y culos y chistes verdes. Me contó historias de lugares ignotos y tiempos remotos, me mintió con descaro, mientras yo me dejaba mentir por el puro placer de creerle, sabiendo que mentía, pero disfrutando de su voz mitológica, de su riqueza de lenguaje, de su pasado fantasma y de su carisma indiscutible.

No se quitó la bombacha de la cabeza ni una sola vez, y sospecho que tampoco se lavó el pelo, aunque ni entonces ni ahora me importó demasiado su higiene personal. Cuando terminó de pintar los carteles, recogió sus bártulos de pintor atolondrado, la frontera infinita de su panza transatlántica, los alambres rebeldes de su barba soviética y los chirimbolos y trapitos imposibles en los que limpiaba los pinceles cuando no encontraba espacio libre en los pantalones, y se fue por donde había venido, sin dejar señas ni ninguna pista para retomar nuestra asimétrica amistad. Lo perdí de vista.

 

En 1993, mi amigo Pablo era un aventajado estudiante de Filosofía, y yo era un charlatán seductor y un poco rufián, que escribía para mí mismo y para encantar serpientes con susurros ofidios, con palabras dulces, con intenciones procaces y con vocación verdadera. Solía esperarlo, a él y a un tercer mosquetero que también se llamaba Pablo, en el bar de la Facultad de Filosofía y Letras, en la calle Puán. Me sentaba en el bar y era una verdadera delicia degustar una cerveza, mientras hojeaba un libro y, distraídamente, censaba el tránsito constante de la nutrida representación femenina que honraba con su presencia las carreras de humanidades, que de tan exquisita bastaba para recuperar la fe en el género humano. Una tarde cualquiera, de esas en las que la cerveza no está muy fría y no hay demasiada gente en el bar, una intuición repentina atrajo mi atención hacia la puerta: ahí estaba, mastodóntico, monumental, con su melena rojiza y su barba puntiaguda, con sus anteojitos redondos, dorados, que enmarcaban su mirada azul y negra.

Yanquetruz.

Alucinado una vez más por lo inverosímil de su presencia física, por el aura de mugre augusta que lo rodeaba y por la certeza ineludible de que tenía que existir una razón para que volviésemos a encontrarnos, me apresuré a llamarlo con señas elocuentes. Me reconoció al instante, a pesar de que para entonces yo tenía casi veinte años, y el pelo me llegaba ya a la cintura. Nos regalamos el estruendo de un abrazo fabuloso en medio del bar, ajenos a la sorpresa de los demás, y se sentó en mi mesa. Por esa época yo corregía las pruebas de mi malograda primera novela, con la intención de enviarla a un concurso de poca monta que, dicho sea de paso, perdí estrepitosamente y sin ningún pudor. Comentamos la jugada como viejos amigos reencontrados, a pesar de que difícilmente podía imaginarse una amistad de igual a igual entre personajes tan dispares. Yo era flaco hasta el extremo, con una melena lacia, color castaño claro que, en esos días, era la envidia de muchas mujeres, y usaba siempre un sombrero tanguero, de ala corta, porque estaba convencido de que reforzaba el poder gris y verde de mi mirada y de los sueños que ocultaba. Él era grotesco, enorme y ruidoso, y traía consigo un terremoto instantáneo, invocado por la amplitud de sus pulmones cetáceos y los rastros de nicotina que podían adivinarse en su barba.

En seguida llegaron los dos Pablos, y resultó que uno de ellos también conocía a Yanquetruz, a la sazón vecino de la zona de la Facultad, y merodeador asiduo de sus pasillos, su cultura y su conocimiento. Tras un par de horas de charla animada, nos prometió invitarnos a su casa a cenar, y nos despedimos en un estrépito de abrazos y juramentos vanos de amistad.

 

Tan solo un par de meses después, nos recibió a los tres amigos en su casa. Era una noche de primavera tímida, despejada y tan bonaerense que daba la sensación de que en cualquier esquina te podías cruzar con Homero Manzi, o con el mismísimo Irineo Leguizamo. Teníamos la dirección apuntada con letras apresuradas en un papelito arrancado, o tal vez en una servilleta de bar. Deambulamos por las calles empedradas hasta localizar la puerta. Era una pensión desvencijada y maloliente, una pocilga inhumana, y sin embargo enorme, en la que despojos sociales de la más variada condición compartían penurias arrastrando los pies por los pasillos, deambulando como espectros resucitados contra su voluntad, a pesar de sí mismos. No sé cuántas habitaciones tendría, pero la recuerdo enorme, inabarcable y, sobre todo, demasiado habitada. Yanquetruz nos recibió alegre, orgulloso de su pobreza y de su humildad, mientras cocinaba para nosotros un sancocho guisado en una cocina compartida, compitiendo con otros inquilinos por una hornalla, por un pedacito de mesada, por cinco minutitos más de fuego. La cocina era tan pequeña que picaba las verduras en su habitación, y luego las llevaba sobre la tabla, por los pasillos, hasta la olla que hervía en un chup-chup sordo, en la penumbra de cuarenta voltios de lamparita transparente que, al menos, disimulaba la mugre ancestral de los azulejos. Nos acomodamos como buenamente pudimos, los cuatro, en su habitación, apartando pilas de libros, papeles, lienzos, instrumentos musicales, cajas de cartón y otro montón de pertenencias inclasificables, para disfrutar en platos dispares y con cubiertos cada uno de su padre y de su madre, de un guiso exquisito cuya principal virtud era que había sido hecho con amor. Charlamos a gritos, sirviéndonos vino de una damajuana peleona, y sosteniendo los platos sobre las rodillas.

Después nos invitó a subir a la terraza, y entonces todo cambió. El ambiente sórdido de la pensión se deshizo en jirones de cielo limpio, y apenas nos veíamos las caras bajo una noche sin luna, flanqueados por luces escasas de vecinos trasnochados.

Yanquetruz subió con él una guitarra española, vieja, maltratada, desafinada, pero con alma de novia que todo lo perdona, y cantó para nosotros. Cantó con voz grave y clara, cantó con vino en el alma y con generosidad, una canción tras otra, todas con mensaje, todas eran canciones sobre luchar y sobre mejorar el mundo. Algunas, solamente algunas, eran simplemente poesía, y unas pocas, nada más que tristeza.

Solamente entonces, viendo la silueta de su pelambre descontrolada recortándose contra el resplandor de un cielo húmedo, pude advertir la profundidad de su soledad, la generosidad de su alma y su enorme carencia de afecto. Sentí profunda pena, porque por primera vez en mi vida entendí que la pobreza puede vivirse con dignidad, pero que la soledad de un alma noble es un despropósito tan grande que no tiene reparación posible.

Sin embargo, la juventud nos pesaba tanto que, completamente borrachos, a las cuatro de la mañana abandonamos para siempre a Yanquetruz y a su guitarra, a su bombacha en la cabeza, al ánimo nostálgico de sus canciones de protesta, y salimos los tres amigos, abrazados, rompiendo el silencio nocturno de Buenos Aires, cantando tangos a los gritos mientras caminábamos, haciendo eses, sobre los adoquines empedrados de una calle que comenzaba a humedecerse con el rocío del alba.

 

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