Hoy no tengo ganas de escribir. Ayer no tenía ganas de escribir. Hace semanas que no tengo ganas de escribir, pero por alguna razón —hace mucho ya que dejé de intentar comprender las causas de algunas de mis razones oscuras—, al sentarme frente a mi pantalla y recorrer con la mirada las pequeñas heridas de mi teclado, los secretos profanados de sus manchas piadosas, el silencio inverosímil de sus teclas dormidas, la textura apagada de su aluminio mate, algo me asaltó de improviso, y necesité de su tacto de plástico y metal, de las quejas rítmicas de sus pulsaciones sincopadas, del encuentro casi místico hombre-máquina que, hoy por hoy, parece constituir la ley única y final de la comunicación humano-humano.
Y ese recorrido por las teclas insomnes me devuelve, momentáneamente y sin piedad, a todas las palabras derramadas durante los últimos años, a las que no conseguí derramar, a las que se me atragantan sin descanso todos los días, al principio y al final de la conciencia.
Y entonces sucede.
Tengo veintiséis años otra vez. Estoy sentado nuevamente en un avión, y una chica desconocida, a mi lado, tiembla de miedo. Contemplo, por primera vez, Barcelona. Desde el aire, un sol adolescente de mayo la pinta de colores caprichosos de atardecer. Sus edificios sueltan brillos sin estridencia. Los rebotes del mar cuentan historias crípticas, indescifrables.
El avión toma tierra, con un quejido de doscientas cincuenta toneladas de acero, plástico y carne humana impactando contra el cemento. Ya llegamos, y un insomnio absurdo y sonámbulo de más de veinte horas toca a su fin, solamente para saber que mi equipaje se perdió, y mi nueva vida acaba de empezar.
Llegué atesorando un puñadito de ilusiones íntimas y pensamientos nobles. Aplastado por los desengaños habituales de mi Argentina herida, y hablando de estabilidad, seguridad y futuro, seducido por el paraguas protector, económico y moral de la Unión Europea, por la europrosperidad, por el pleno empleo, por la promesa irrenunciable de un futuro plácido para los hijos que, algún día, deseaba tener.
Y entonces voy sentado en un tren. Por las ventanillas, muros cubiertos de graffitis se deslizan hacia atrás, hacia Argentina, hacia mi pasado, hacia el tercer mundo. En ese momento no alcanzo a comprender que la única diferencia palpable es el aire acondicionado en el vagón, el confort de la población, los fondos europeos que tapizan los asientos, la ausencia de mendicidad, la falta de vendedores ambulantes proponiendo algo infaltable en la cartera de la dama y el bolsillo del caballero, el silencio de los raíles bajo la circulación perfecta de las ruedas de un tren moderno, impecable.
Vuelvo al presente y peso quince quilos más, tengo veinte sueños menos, y como soy profundamente ateo, doy gracias a la suerte o a la casualidad por tener trabajo. Me instalo a escribir en mi balcón, abro un paquete de tabaco de cuatro euros con diez, e instalo a mi derecha las montañas, borrachas de una bruma ligera que el sol de la mañana aún no consiguió disipar.
Y entonces sucede otra vez.
Tengo treinta y un años nuevamente, y por la ventana de un hospital intento entender que pasó con las lágrimas de emoción que siempre supe que iba a llorar en este preciso instante, y que, sin embargo, no acudieron a la cita. Tengo en brazos a mi primer hijo, y lo miro desconcertado. En lugar del bebé rollizo, sonrosado y de ocho quilos que prometían las películas, tengo uno flaquito, de tres quilos y poco, con la cabeza apepinada y que parece que se me va a romper en las manos. Agita los pequeños puños y berrea. Me llena de ternura, lo adoro, y siento pánico.
Y ahora tengo treinta y tres. Otra vez un hospital, un pasillo sin ventanas, y una enfermera me pone en brazos al segundo. Pesa parecido al primero. Tiene una manchita en la nariz. Tiene las uñas de papel encerado. Tiene los párpados rojizos. También lo adoro. Ya no siento miedo.
El cursor parpadea, mientras deposito a un lado del teclado un vaso de té, y al otro un cenicero repleto de colillas. A mi alrededor, las infinitas variantes del silencio lastiman en aire, patrullan el barrio como mastines enardecidos por el olor de la sangre. El paisaje es el mismo, pero el país es otro.
Y vuelve a pasar.
Tengo treinta y seis años, y por primera vez en mi vida me quedo sin trabajo. Recorro esperanzado las salas de espera, una tras otra, donde siempre hay alguien con corbata que me mira de arriba abajo, estudiándome, y que termina por entender que, por la misma plata, en las condiciones actuales de mercado, puede conseguir algo mejor. O tal vez lo mismo pero por menos plata. O aún mejor, quizás puede hacer que los que ya están trabajen más duro para no perder el empleo, y entonces ahorrarse un sueldo y un número impar de problemas.
Los días pasan uno tras otro, y la inactividad que me corroe me convoca nuevamente, después de diez años, al papel en blanco: vuelvo a escribir. Lleno páginas y páginas de ideas, de historias, de alegrías y lamentos, de tristezas explosivas y un miedo que a menudo las resume. Recupero de mi abismo personal al ser humano que tendría que haber sido, el escritor, el de los sueños, el de las ideas, el de las palabras. El ser humano que, al final, no fue.
Vuelvo a hoy, y en unos días cumpliré treinta y nueve. Treinta y todos, como dice mi amigo Emilio. Son treinta y nueve que pesan como cien, como dos mil, como la historia de la palabra escrita, como el silencio que hay ahí fuera.
Ahora vivo en un país que se desangra, devuelto violentamente al lugar que ocupa, cuando el agujero sin fin de la banca se fuma los euromillones como si fuesen chinitas de porros magros y egoístas. Las razones originales por las que vine a vivir aquí han muerto, una a una, a manos del cinismo. Los eurolíderes quieren hacernos creer que se trata de simple incompetencia de otros, de los que gobernaron ayer y de los que van a gobernar mañana. La verdad es mucho más simple y mucho más cruel: cuando sobra el dinero queda bien ocuparse de los pobres. Cuando el dinero falta, que cada perro se chupe su propia pija, al son del grito de guerra más mentado: hijoputa el último. Descubro, tarde, que siempre, en esta vida, es un error posponer los sueños en función de la practicidad: ya no estoy a tiempo de conseguir vivir de lo que escribo, ese tren pasó a los veinte años, y, como diría Jaime Roos, nadie me dijo nada.
Hoy no tengo ganas de escribir.
Entonces, apenas intuyendo el amanecer incipiente detrás de las ventanas, escucho las voces de mis hijos en el living. Me levanto, en calzoncillos, y los encuentro frente a frente, sentados a la mesita ratona, con mi caja de fichas esparcidas sobre el fieltro verde, reinventando las reglas del póker y apostando euros de mentira, entre risas.
Les preparo el desayuno.
Vuelvo a mi pantalla, y continúo sin ganas de escribir, pero las cicatrices imperceptibles de mi teclado, después de cientos de miles de pulsaciones que formaron mis palabras, me susurran al oído que mis ganas dejaron de importar hace mucho tiempo, que no es cuestión de inspiración, sino de la salvación de mi alma. No puedo permitirme no tener ganas de escribir. Es mi deber. Hace falta.
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