Una de las leyes indiscutibles del universo físico es que nuevas cosas suelen comenzar donde terminan otras. Es un capricho de la naturaleza, tan inútil como otros tantos, como la redondez de los ojos, como la caída del pelo, la mugre de las uñas o la facilidad con la que se acumula cerumen en las orejas.
Por esa razón, y no por otra, cada vez que me siento al final de un camino, no puedo evitar preguntarme por el otro, por el que se abre ahí nomás, un poquito después. ¿Será una senda única, indiscutible, o habrá elección? ¿Se bifurcará en una, dos, tres alternativas? ¿Ofrecerá vuelta atrás?
Una vez más, la vida me ofrece un final. Un camino que se acaba. Es un tópico manido, aquél de que la vida comienza a los cuarenta. Hoy cumplo treinta y nueve años, y entonces, inevitablemente, me visualizo desde atrás, veo mi espalda, mientras estoy de pie al borde de un acantilado. A punto de comenzar mi nueva vida, me pregunto que fue y que será de la que, por definición, debe terminar para que eso suceda. Con apenas un año por delante para cerrar todos los capítulos abiertos de esa vida que termina, no encuentro mejor momento para la reflexión, para las respuestas postergadas durante tanto tiempo, para soplar con un viento profético los cabos de las velas consumidas de mis primeros cuarenta años de vida.
Entonces detengo todos los relojes, pido minuto.
Lleno mis pulmones maltratados por el humo del tabaco, exhalo un aliento que no sabe aún si es de desazón o de esperanza, y me pongo a la tarea.
Cuarenta años. Uno a uno. Catorce mil seiscientos diez días, contando años bisiestos. Veintiún millones treinta y ocho mil cuatrocientos minutos vividos. Calcular los segundos me produce pánico, porque la pregunta fundamental es cuántos de todos esos minutos fueron bien vividos, cuántos aprovechados y cuántos desperdiciados. Cuántos me enseñaron a ser una persona mejor, y cuántos me envilecieron. ¿En qué proporción, de esos veintiún millones de minutos, hice exactamente lo que deseaba, y en qué otra hice solamente lo que debía?
Y por alguna razón que, valga la redundancia, la razón me esconde, lo primero que acude a mis sentidos son los olores de mi infancia. Se define con fuerza el olor de una lluvia de primavera sobre el pelo blanco de mi perra Rosa, muerta hace ya tantos años. Un amor que no hace falta explicar, y el olor fétido y pastoso de su lengua en mi cara infantil, su aliento dulce de perro y mis manos de niño. Sin lugar a dudas, minutos bien vividos.
En seguida, acude a mi piel el tacto de mis hermanos mezclados en una montaña indescifrable de niños uno encima de otro, las tardes de juegos y las mañanas de susurros, y el aliento tibio del sol en los amaneceres de verano, en Uruguay, cuando en casa de mi abuela, me levantaba antes que nadie y salía a un jardín que, a esas horas, era aún territorio de los pájaros y del silencio verde de los árboles frutales. Si me concentraba, podía adivinar la espuma del mar a cuatrocientos metros de distancia, después de un desierto en miniatura de arena blanca y fina. Mi abuela hacía cremosa de doña espumosa, un caldo infame y dulce de leche, avena y azúcar; y los niños desayunábamos, corríamos y éramos felices con tan poco… Horas, días y minutos bien aprovechados, sin lugar a dudas.
Entonces toso convulsivamente con el humo de primer cigarrillo, cerca de la cancha de Boca, con amigos que no eran, equivocándome a toda velocidad, irrumpiendo en la adolescencia con estrépito, con inocencia, con un galope incontrolable de sangre y carne, de pasión sin más objeto que la pasión misma, que las ganas de probar, de hacer lo contrario, de hundirme y de resucitar. Y de golpe un aula llena de adolescentes asustados que se miran de reojo, manos transpiradas, voces buscando su tono, preguntas, más preguntas, y por fin, amigos de verdad. También horas y días que jamás podré arrepentirme de haber vivido.
Una cena con mi padre. Los dos solos en el restaurante Le Famiglie, al que solíamos ir con amigos, con mis hermanos y, por supuesto, con hambre. Pero esa vez estábamos solos. La tormenta negra de mi adolescencia aclaraba por el horizonte, y después de haber sabido a ciencia cierta que mi padre era un imbécil que no sabía nada, comenzaba a comprender cuánto me había equivocado, a acercarme a él, a ser su amigo desde otro lugar. Había sido una cena muy amena. Charlábamos de hombre a hombre, la paz filial firmada de una vez para siempre. Se llevaron los platos sucios, y me preguntó:
―¿Querés postre?
―No, pero me fumaría un cigarro -respondí, mirándolo a los ojos. Me miró divertido. Se lo pensó unos segundos eternos, y finalmente sonrió, resignado.
―Bueno ―me dijo, tendiéndome el paquete. Era la primera vez que fumaba en su presencia, y sentí que me reconocía como hombre, que me hacía un lugar en la mesa de los adultos, que aceptaba que mi madurez era ya suficiente para tomar algunas decisiones sobre mi vida, aunque fueran equivocadas. No se puede renegar de esos minutos, de esas horas.
Y mis manos, como guiadas por una inspiración genética, descubren un día el tacto pálido de una piel femenina en penumbra, apretados los dos en una cama de una plaza, que en ese mismo instante deja de ser de niño. El descubrimiento final: ¿y esto era? El sexo no es para tanto. Y el redescubrimiento: sí es para tanto, pero el mismo miedo animal que me empujó a probarlo me impidió disfrutarlo la primera vez, y la segunda, y la tranquilidad vino piel a piel, cuando me olvidé de lo trascendental del momento, y supe vivir un momento trascendente sin saber que lo era. De ahí a los primeros amores. De ahí al vértigo imposible, a las vigilias atormentadas flanqueando un teléfono que se niega a sonar, a las cartas manuscritas, febriles, chorreando pasiones, tópicos y lugares comunes, amor de tinta, papel y piel, sobre todo piel. Imposible pensar en esas vivencias como tiempo no aprovechado.
Me bajo de un camión en los lagos del sur argentino. Sin lugar a dudas, entre amigos. Con los que iban a ser los de toda la vida. Hermandad como destino, por elección, por sufrimiento, por vivencias compartidas, por simple derecho adquirido. Un valle se precipita sobre la falda de las montañas, los lagos las duplican bajo el celeste imposible de un cielo tan despejado y verdadero que parece de mentira. Vino, marihuana y fogatas, gargantas jóvenes atronando las canciones de siempre, un par de guitarras criollas templadas al fuego, y otra vez el vino y los porros que pasan de mano en mano: el mundo es nuestro, infinito y mágico, la vida, eterna y poderosa. Nada puede salir mal. Sería casi una herejía pensar en que eso no es sano.
Después, todo se precipita. El trabajo, la vida adulta, los desengaños encadenados del amor, la política y mi Argentina voraz y única, amante generosa y al mismo tiempo brutal, egoísta, acostumbrada a quedarse con todo lo que los argentinos tenemos dentro. Algunos viajes dementes, otros hermanados con mis amigos incombustibles, hasta una noche neoyorquina, al final de otra transformación, en la que decidí que mi destino inmediato era ibérico. Volver, renunciar, venderlo todo y resumir mi vida en dos valijas. El viejo mundo. No se puede decir que haya perdido el tiempo.
Y aprenderlo todo otra vez. Cómo mirar, cómo bromear, cómo dar pasos temblorosos hasta el primer beso, cómo pedir en un restaurante, cómo moverse por las ciudades laberínticas, ancestrales, de piedra gris. Aprender la lejanía y resignificar la nostalgia. Beber solo de la pobreza de mi alma, de los sonidos de mis tripas, reescribir con sangre la nueva definición de la palabra soledad. Pedir permiso hasta para saludar, por miedo a ofender, por no conocer, de tan viejas que son, las reglas europeas que, luego, con amargura, descubriría que no son las mismas cuando el dinero sobra y cuando el dinero falta. Minutos, horas, días, años intensos.
Vuelvo a la Argentina, esta vez de visita. Cargado de ilusión y con algunos regalos. Descubro, una vez más, con amargura, que la vida sigue, que mi mundo siguió girando sin mí, que asfaltaron algunos de mis empedrados, que mis calles fueron mojadas por otras lluvias. ¿Qué esperaba? Desentierro, después de esa primera desilusión, mis amores eternos, mi Argentina de siempre, mi San Telmo adorable e infame, mi Palermo de adolescente, los mismos bares, los bares nuevos y, sobre todo, las personas que no dejaré de querer nunca. Tiempo ganado, indiscutiblemente.
Y conozco a una mujer, la beso en la barra de un bar y me caso con ella. Entonces el regalo inverosímil de los hijos. Dos pares de ojos enormes, abiertos, que se beben cada una de mis palabras con devoción, con desesperación. Bracitos alrededor de mi cuello. Tarde, pero felizmente entiendo el auténtico mérito de mis padres, lo puedo leer en lo difícil de mis hijos, en la frecuencia con la que confundo lo correcto con lo fácil mientras intento educarlos, en el dolor que me produce su llanto, en la felicidad instantánea de su risa, en la ferocidad de su amor impreso en los dientes, en las manos, en los ojos. Nada que objetar.
Por fin, un día, tengo en mis manos un libro escrito por mí. Otro día firmo un ejemplar, sonriendo sin poder controlar mi sonrisa.
Y hace nada más que un mes, un nuevo encuentro de mosqueteros, al pie de las paredes de una Barcelona que, a veces, no sé hacer del todo mía. Mis dos amigos, otra vez mano a mano, fabricando a pulso el milagro de encontrarnos, viniendo de tres lugares tan distantes en el mundo que duelen de solo pensarlo. Un río de palabras, y ese umbral a partir del cual, refrendar la amistad con palabras es tan vano que no hace falta.
Finalmente, un día cualquiera, me pongo al teclado para reflexionar sobre el final de este camino: cumplo treinta y nueve años, y me quedan trescientos sesenta y cinco días, quinientos veinticinco mil seiscientos minutos para morir en paz con mi alma, y renacer a esa vida prometida que comienza a los cuarenta libre de cargas. Repaso mi lista de heridas, y una vez más, demasiado tarde, pero a tiempo, me doy cuenta de que no tengo nada que sanar, de que ni uno solo de los veintiún millones de minutos vividos fue desperdiciado, de que todas y cada una de las miserias y las penas que soporté valieron la pena para llegar aquí, para ver crecer a mis hijos, para tener una mesa donde escribir, palabras que decir y un corazón que, resignado, se prepara para latir sin parar durante, al menos, otros treinta millones de minutos. Mi vida, la que me gusta vivir, no ha hecho más que empezar.
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