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Es todo mentira

Hace varios años ya que, harto de consumir voluntariamente, aún con espíritu crítico, los canales regulares de información masiva, decidí felizmente prescindir de la oferta pública de información. Dejé de ver los noticieros, telediarios, noticiosos o cualquier otro nombre engañoso para el comercio masivo de datos. Dejé de comprar diarios, y dejé de consultar las ediciones digitales de los principales periódicos de habla hispana.

Mi sistema de información pasó a nutrirse básicamente de un ofuscado silencio, seguido por escuchas involuntarias de lo que se comenta por ahí, tamizado por un filtro de cinismo radical en referencia a absolutamente todo lo que llega a mi conocimiento. En resumen: no me creo nada.

Hoy, solo en una habitación de hotel, vencido por el aburrimiento, me permití durante un rato el visionado de varios informativos de diferente signo, y mi indignación crece de manera exponencial. Ya no se trata de tendencias políticas o ideológicas. Ni siquiera de burdos intereses económicos. Se trata pura y exclusivamente de esconder la verdad, de enterrarla lo más profundamente posible bajo un sinfín de medias verdades y mentiras completas. El nuevo papel de los “informadores” en la, valga la redundancia, sociedad de la información, es el de confundir todo lo posible al gran público.

Durante los años noventa, los militantes de izquierda (sí, en los noventa era militante, y todavía era de izquierda. Ahora, viendo los principales exponentes de ambas categorías, me produce asco y vergüenza llamarme cualquiera de las dos) estábamos preocupados e indignados por el vaticinio apocalíptico de la muerte de las ideologías. Apenas quince años después, me encuentro añorando la posibilidad de que las ideologías fuesen lo único muerto, pero lamentablemente, han muerto también la decencia, la honradez, la ética y el bien común.

El artificio está hábilmente construido sobre una falsa premisa nacida en Hollywood y exportada al resto del mundo: si existen dos o más oponentes sobre un mismo tema, al menos uno de ellos representa a los buenos, y por supuesto, dice la verdad. Más aún: es verdad todo lo que dice.

Aferrados a esta falsedad, cualquier argumento es válido para aplastar a los demás, y cualquier agujero es trinchera.

Que los políticos mientan no es algo que me preocupe: es inherente a su actividad. No se puede convencer a la gente con la verdad. El Partido Popular no habría ganado las elecciones en España diciendo que el país está quebrado, y que en lugar de actuar contra los verdaderos responsables para recuperar las decenas de miles de millones que nos llevan robando décadas, van a ahorrar miguitas destrozando a la clase media y destruyendo el tan publicitado Estado de Bienestar. Y el PSOE hubiese cosechado una derrota aún más generosa si hubiese confesado su absoluta falta de coraje al rescatar a la banca nacional, probablemente la más usurera y sanguinaria de Europa, o si hubiese dicho en voz alta que no tiene la menor idea de lo que significa ser de izquierda en el siglo XXI. CiU no gobernaría Catalunya si hubiese dicho que se pasaría por sus partes nobles la promesa ―ante notario, por supuesto― de no volver a pactar con el PP, ni si confesara que sus quijotescas defensas del catalán en Madrid no son más que una puesta en escena para arañar unos cuantos euros, otros tantos votos, y esconder su proverbial incompetencia a la hora de gestionar la crisis.

En este contexto, lo verdaderamente preocupante es que no hay contrapartida. El famoso Cuarto Poder, cuyo verdadero papel debería ser, al menos, ofrecer además de su opinión, cada tanto, alguna verdad, hace tiempo que encontró una veta de enriquecimiento mucho mas fructífera: enrarecerlo todo.

Paralelamente, el ciudadano de a pie, agobiado por hipotecas, préstamos a plazo fijo, tarjetas de crédito a interés criminal y batallas fraticidas en el fútbol, prefiere evitar problemas y entregar su conciencia de manera total y absoluta al bando de los buenos, que varía según cada cual, y entonces consume solamente prensa afín a ese bando. Entre el afán de lucro de unos y la permisividad de los otros, nadie protege a la verdad.

Ahora, más que nunca, la verdad no es más que un punto de vista.

Y el problema se nos fue de las manos. Ya no se limitan a mentir cuando cuentan los muertos de las dictaduras o cuando estiman el porcentaje de adhesión a una huelga.

Mienten siempre. Por costumbre y vicio, y sobre todo por beneficio.

Mienten cuando informan sobre política, pero también cuando hacen un diagnóstico de la realidad. Mienten cuando hablan de guerras remotas, cuando explican las causas de la batalla entre España y Argentina a título de Repsol-YPF, mienten todas las partes, los implicados y los supuestos observadores. Mienten cuando analizan los resultados de las leyes de violencia de género y cuando hablan de ecología. Mienten cuando dicen separar a la Iglesia del Estado. Mienten cuando proclaman la libertad religiosa. Mienten en las aulas y mienten en los juzgados. Mienten los sindicalistas y mienten las empresas. Mienten cuando dicen decir la verdad, y mienten cuando acusan de mentir al otro bando. Mienten cuando evalúan los resultados de los dispositivos de seguridad vial, y cuando explican tres o cuatro muertos en la “dispersión” de una manifestación supuestamente violenta. Mienten los jugadores de fútbol cuando dicen que lo importante es el equipo. Mienten los protagonistas y mienten los actores secundarios. Mienten todos. Mienten cuando pelean, pero también cuando agradecen. Mienten cuando se disculpan y cuando perdonan.

Hoy no es posible recibir absolutamente ninguna información sobre ningún tema, que no esté teñida del color del informador.

Y lo que es aún más grave es que las pocas voces que denuncian no tienen eco: a nadie le interesa escuchar que vamos mal, que por este camino no hay futuro, que el silencio nos hace responsables también, que casi todos los ídolos que adoramos son de cartón piedra, que ya no hay ideas, sino productos. A nadie le interesa la verdad.

No puedo sacudirme del cuerpo la sensación de que todo es un enorme show, un espectáculo grotesco dirigido por los cuatro dueños del mundo, para que entre tanto griterío y peleas de gatos, no se vea cómo entierran muertos, cómo esconden trapos sucios, cómo se lavan sangre ajena de las propias manos, y cómo se llevan, entre bambalinas, toneladas infames de dinero que, entre todos, pagamos por alquilar una ficción que lleva años muerta: la libertad.

 

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