Que el hábito no hace al monje lo demuestra la Iglesia Católica constantemente. Lo demostró en los setenta bendiciendo la mano de los torturadores y asesinos consagrados de la última dictadura militar Argentina, y lo demuestra hoy defendiendo a sus párrocos violadores de niños o prohibiendo los condones en África a pesar del HIV. Eso, por supuesto, no invalida la labor de miles de monjes de verdad, que bajo bandera equivocada ―desde mi punto de vista― llevan consuelo y ayuda a millones de personas en todo el mundo.
De la misma manera, recortar compulsivamente derechos sociales no se parece ni un poquito a la gestión económica de un estado en crisis, ni agrandar descaradamente la lista de prohibiciones que se supone que es la ley se acerca a gobernar correctamente.
Cuando todavía vivía en Argentina, antes del mes de mayo del año dos mil, al menos tres veces por semana tenía una oportunidad genuina de decir en voz alta y con rabia: “¡Qué país de mierda!”. Un día era porque algún amigo cercano se había quedado sin trabajo. Otro día era por las AFJP’s, porque se tardaba un año en obtener un DNI o porque Telefónica de España tenía derecho, por contrato firmado con y por argentinos, a cobrar por hablar por teléfono como si te estuviese donando un riñón.
Cuando decidí irme, aposté por no sufrir nunca más algunas de esas cosas. Elegí un país civilizado, del primer mundo, económicamente potente y socialmente estable. No era por mí, era por los hijos que un día iba a tener. Quería que tuviesen una oportunidad mejor, regalarles la capacidad genuina de elegir qué querían ser, y sobre todo, cómo querían serlo, y a qué precio.
De esto hace ya doce años.
La España a la que llegué, a otra escala, se parecía un poco a la Argentina de los noventa. Amparados en unos pocos sortilegios económicos, los gobernantes habían hundido el país en una falsa prosperidad, que más adelante ―ahora― tendría un precio altísimo. Mientras tanto, la población ―y yo entre ellos―, cómoda, elegía creer sólidos los espejismos que veía, porque no existe una ilusión más fácil de vender que la de la riqueza.
Hoy, España, toca llorar por vos.
Yo lloro por vos. Lloro porque, día tras día, sufro en carne propia la hipocresía sin límites de una clase política que, lejos de apostar por el desarrollo intelectual de su población, utiliza la educación y a los niños como arma arrojadiza entre gobierno y oposición, entre nacionalistas Españoles y nacionalistas autonómicos, entre moralistas perversos y falsos progresistas.
Lloro porque, mas allá de mi posición personal al respecto, situaciones como la de Repsol-YPF ponen de manifiesto hasta qué punto es moneda de cambio la manipulación emocional de la población por parte de los gobernantes, cuando enterrados los españoles en una crisis que parece infinita, perdiendo rápidamente los restos de su estado de bienestar, reduciendo la educación, la sanidad, la investigación, y con uno de cada cuatro ciudadanos sin trabajo, la única idea que tienen sus gobernantes es intentar transformar un litigio entre una empresa carroñera, fiscalmente opaca y mucho menos española de lo que quieren vender, con un estado extranjero, en una causa nacional. En estos momentos, defender con los recursos de los pobres la propiedad de los ricos, me parece la causa nacional más innoble, ruin y cínica que puede defender un país.
Lloro, España, porque descubro con amargura que lo que yo creía diferente ―un país serio― no era otra cosa que exactamente lo mismo, pero convenientemente tapado por la sobreabundancia fiscal de la que disfrutaba un estado tan especulador y corrupto como aquél que me hacía decir, tres veces por semana, “¡Qué país de mierda!”. Y es que, cuando hay tanto dinero dando vueltas, se nota menos que todos, absolutamente todos, los azules, los rojos, los patriotas y los independentistas, la gaviota, la rosa y el puño en alto, se están quedando con los vueltos.
Lloro por vos, España, porque aunque la monarquía en pleno tenga las vergüenzas al aire, aunque sepamos los ciudadanos, la justicia, la prensa y los gobernantes que Alí Babá aplaudiría de pie al Rey Juan Carlos I y a su corte de mangantes, desfalcadores, corruptos y artesanos del expolio organizado, no va a pasar nada. Don Juan Carlos Campechano, pobrecito, no podrá cazar más elefantes, y a sus yernos testaferros del Robo para la Corona, no va a pasarles más que la obligación de devolver un poquito de lo robado, un tirón de orejas y para casa a cuidar a los príncipes y el patrimonio Real. Y a pesar de eso, los españoles van ―vamos, porque tengo también esta nacionalidad― a permitir que estos señores sigan reinando, sigan representándonos.
Lloro por vos, también, España, porque tiene un sabor mucho más que agrio ver cómo se desafuera a uno de los pocos hombres realmente honestos y valiosos que ocupaba una posición de poder en el conjunto del Estado ―sí, me refiero, otra vez, al juez Baltasar Garzón―, mientras con la otra mano el señor Camps ―y tantos otros― es juzgado inocente, a pesar de haberse enriquecido impúdicamente, de haber hundido a la Comunidad Valenciana en su propio beneficio, y de estar demostrada su deshonestidad, simplemente por cuestiones “técnicas”.
Lloro mucho, pero mucho, por vos, España, cuando veo, todos los días, que tus jóvenes no tienen ninguna oportunidad. No hay posibilidad alguna de que el mercado laboral ―al menos durante los próximos veinte años― pueda hacerles un lugar, y el mismo tejido social cuidadosamente elaborado durante las últimas décadas los transforma en adolescentes permanentes, los consuela con proclamas y los relega a un estado de pre-población activa de por vida. Y sobre todo, me hace llorar ver que esa juventud, en lugar de romperlo todo, en lugar de reclamar su lugar por la razón y por la fuerza, en lugar de destronar a quienes los condenan, está tan, pero tan bien educada, que no hace más que sentarse en los bancos de las plazas, a lamentarse en voz alta de su mala suerte.
Lloro por vos, España, porque con la que está cayendo, con un gobierno sordo y ciego al drama que se vive en las calles, con una perspectiva de desempleo creciente, al menos hasta 2015, con dos millones de familias sin ningún ingreso regular, aún así, los centros comerciales están llenos, no se consiguen entradas para un Barça-Real Madrid, y entre los mismos de siempre van a seguir repartiéndose, durante los próximos años, la Presidencia del Gobierno, los escaños de las Cámaras, las Alcaldías, los asientos groseramente bien pagados en los Consejos de Administración de las grandes empresas y los pingües beneficios de la miseria y la crisis. Donde debería ver un estallido social, veo un rebaño de vacas anestesiadas, que rumian la hierba seca y muerta despacio, esperando que pase la tormenta.
Y sobre todo, España, lloro por vos porque lo que veo, día tras día, cada vez me hace acordar más a esa Argentina de hace doce años, la misma que me expulsó a mí y a tantos otros, la misma que te malvendió algunos de sus más importantes recursos naturales y económicos, la misma que protegió antes a sus empresarios que a los argentinos, la misma que se bajó los pantalones cada vez que fue necesario. La misma que me hacía decir, tres veces por semana, en voz alta, “¡Qué país de mierda!”.
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