La vida del escritor es, en muchos sentidos, una suma infame de tópicos archiconocidos y desgastados. Supongo que, de alguna manera, así como el mercado exige a los actores ciertos cánones de belleza que no deberían tener relación con el talento, o a las Rock Stars se les pide una extensa colección de extravagancias, tanto más extensa y tanto más extravagante cuanto más internacionalmente famosos, los escritores estamos condicionados a algunos mandatos que, finalmente, nos guste o no, acabamos cumpliendo. Personalmente, no fumo en pipa ni tengo una estufa a leña ni un gato gordo de actitud augusta que duerma la siesta sobre el piano de cola ―que, dicho sea de paso, tampoco tengo―, pero intento reírme de mí mismo cada vez que me descubro cumpliendo la ley no escrita de los escribas.
Así, mi colección personal de manías, malas costumbres, vicios del cuerpo y del alma y pequeñas arrogancias mundanas, crece día a día, alimentada sin querer por cada letra que veo aparecer en mi pantalla, por la generosidad con que el mundo ofrece oportunidades de ser criticado y por mi afición oculta a vengarme con palabras de afrentas que, en rigor de verdad, no sufrí.
Como casi todos los maniáticos, experimento insomnio crónico desde la primera juventud. Cualquier motivo, por pequeño que sea, desde que mi conciencia terrenal se empeña en considerarme un homínido racional, un auténtico macho adulto de bípedo implume, me provoca una crisis de sueño. Jamás duermo en vísperas de un viaje, de una entrevista de trabajo o del estreno de una película que espero con ansia. No soy capaz ―no era, porque hace rato que estoy fuera de mercado― de conciliar el sueño si al día siguiente saldré a cenar con una mujer, ni consigo dormir si de forma inminente espero el resultado de cualquier cosa que haya hecho y me importe aunque sea un poco. Esto se extiende, pero no se limita a: exámenes, concursos, revisiones médicas, pruebas de embarazo ―no mías, evidentemente―, eventos sociales de poca o mucha relevancia, finales jugadas por la selección argentina de fútbol, reuniones familiares, vuelos en avión, conciertos en locales con capacidad para más de tres mil personas, cumpleaños propios o de terceros muy cercanos, fiestas para más de treinta y cinco personas, y tantos otros que sería imposible enumerarlos todos.
El insomnio, ya de por sí un mal a combatir con uñas y dientes, es tanto peor cuando sucede en cuerpo y alma de un escriba. Mientras cualquier otra persona se limita a dar vueltas en la cama, a levantarse a tomar un vaso de leche tibia, a joderse con resignación, o a rendirse, mudarse al sofá y encender la tele, los escritores, jodidos por la razón que sea, nos ponemos a narrar mentalmente el transcurrir del acontecimiento que nos quita el sueño. Al mismo tiempo que hacemos asomar un pie descalzo por el costado de la sábana, con la esperanza absurda de que el aire fresquito del exterior opere un hechizo hipnótico sobre la planta del pie y caer dormidos al instante, mientras dudamos sobre si deberíamos tener los brazos por encima o por debajo de las sábanas y si la posición de la cabeza es la correcta para conciliar el sueño, imaginamos detalladamente los diálogos posibles, los escenarios, las reacciones, las respuestas ingeniosas a las preguntas mordaces, las miradas, opacas algunas veces, cargadas de sensualidad otras, y experimentamos físicamente una paradoja temporal: los minutos son eternos, pero las horas pasan volando.
Es en esos momentos, sin lugar a dudas, cuando escribo mis mejores páginas. Son las que nunca pasan a papel, las que se mueren en mi cabeza sin llegar a nacer. Son la prueba física del escritor que puedo ser, que inmediatamente se transforman en un eslabón perdido, en las pruebas fundamentales del watergate, en la fórmula sencilla que, supuestamente, demuestra el teorema de Fermat, o en una traducción prístina de la piedra roseta.
Entonces, cuando eso pasa, el insomnio se complica todavía más: sobreviene la lucha interna entre la seguridad de que estamos a punto de dormirnos y la necesidad de levantarnos a escribir lo que estamos imaginando, sabiendo que no seremos capaces de escribirlo tal cual lo estamos pensando, porque solamente salir de la cama romperá la frontera invisible entre la duermevela y la vigilia, y el torrente de pensamiento consciente irrumpirá de golpe, contaminando la genialidad presente con la necesidad de arreglar la gotita que cae de la cisterna del baño, o el recuerdo infame de que mañana tendremos, sin falta, que ir a comprar un tubo fluorescente para cambiar el de la cocina, que no para de titilar y someternos a un auténtico electroencefalograma mientras cocinamos.
Los escritores insomnes, como yo, estamos condenados a velar armas, noche tras noche, para combates que nunca llegaremos a pelear. Los dragones invisibles del insomnio nunca despiertan a enemigos reales. Son batallas perdidas, noche tras noche.
Desde hace un poco más dos semanas, la inminencia de la presentación de Matalobos en Buenos Aires me tiene sin dormir. Se mezclan la proximidad de un viaje, la ansiedad por el reencuentro con amigos, con la familia ―o al menos con parte de ella― y con la ciudad de mis amores, la más bella, La Reina del Plata, creando un cóctel insomne poderosísimo, invencible y atroz, que hoy, agotado por la falta de sueño, intento conjurar nada menos que denunciándolo en voz alta.
El viernes que viene voy a estar de vuelta en mi país, de donde me fui hace doce años como un programador de computadores con un sueño frustrado de ser escritor. Voy a comparecer frente a mis amigos, frente a las personas que me vieron crecer, en la ciudad que me vio convertirme en la persona que soy, a compartir con todos ellos, orgulloso de mí mismo, que al fin soy el escritor al que había renunciado ser. Voy a poder contarles que renací, voy a ofrecerles una resurrección terrenal, nada religiosa, pero cargada de fe. Voy a invitarlos a compartir una charla y un vaso de vino, y voy a tener oportunidad de firmarles un ejemplar de Matalobos, mirarlos a los ojos y darles las gracias, por la persona que soy, por el escritor que rescaté de la muerte, y por el escritor que puedo ser, que es aún más poderoso que el que se levantó de la tumba.
Solamente diez días después de la presentación, estoy invitado, como ex-alumno, a dar una charla para estudiantes del Colegio Nacional Número 4, Nicolás Avellaneda. La perspectiva de meterme en una habitación con veinte, treinta, cincuenta ―no tengo ni idea de cuántos― adolescentes a charlar de literatura y de la vida, me pone los pelos de punta, en el buen sentido. Los adultos solemos no tomarlos en serio, hasta menospreciarlos, a veces, pero esta circunstancia y los insomnios que la rodean, me hicieron recordar el adolescente que fui, pensarlo del derecho y del revés, y descubrí que no recuerdo mentes más agudas, curiosidades más genuinas ni pasiones más fuertes que las de esa etapa de la vida. El encuentro con ellos me llena de ilusión, y al mismo tiempo de dudas. No estoy seguro de tener algo que ofrecerles, pero los soliloquios de mis noches en blanco juran que harán su mejor esfuerzo.
Pido disculpas, lectores habituales de Reflexiones de un Aprendiz de Brujo, por esta confesión a medias, esta catarsis pública de mi ansiedad, de mis largas horas a oscuras, mirando el techo, pero lo necesitaba. La fecha se acerca, mi pulso se acelera, mis párpados se abren de par en par, y estoy sensible como una embarazada, barrigón como una de ellas, también, y desbordado de ganas, de ilusión y de alegría.
¿Es o no es como para perder el sueño?
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