Muy raras veces en esta vida uno recibe, sin proponérselo, más de lo que da. Cuando eso sucede ―al menos a mí― se me eriza la piel, la fortaleza de carácter se me hace de papel y tiembla, y entonces me dan ganas de llorar sin pudor, como los adultos responsables no sabemos hacer, o al menos nos empeñamos en olvidar.
Llegué a Buenos Aires hace diez días, para presentar Matalobos. No soy capaz de relatar lo que pasó. A cambio de mi trabajo, de solamente doscientas páginas llenas de letras, recibí abrazos, miradas, cariño, palabras, alegría, nostalgia, voces y luces. Me van a perdonar quienes esperen una crónica más detallada, pero diez días después todavía no soy capaz de ponerlo en palabras.
Como si eso fuera poco, hoy tenía una charla con alumnos del Colegio Nicolás Avellaneda. Mi Colegio. El Colegio donde, hace casi veinticinco años, descubrí que quería ser escritor. El lugar en el que conocí a mis amigos del alma, donde los docentes supieron devolver mis pasos perdidos y errantes a un camino difícil, pero claro y sano, donde viví amores y desengaños. El Colegio que construyó el germen del escritor y la persona que soy hoy, del que me llevé un capital humano absolutamente incalculable, enorme, del que todavía hoy me nutro día a día.
No importa cuánto tiempo pase, a veces bajamos la guardia y la soberbia nos vuelve a sorprender. Hace un mes pensé que ahora, como escritor que venía a la Argentina a presentar un libro, podía ser interesante ir al Avellaneda y dar una charla para los alumnos. Por alguna razón absurda, supuse que era una buena manera de comenzar a devolverle a ese colegio aunque sea una ínfima parte de lo que me dio. Enrique Vázquez, que hace veintitrés años fue profesor mío de historia, y hoy es Vicerrector, lo hizo posible. Acordamos hacer la charla, y esta mañana me levanté feliz, y allá fui, al colegio, convencido de estar haciendo justicia. Los chicos iban a tener la oportunidad de conversar con un escritor.
Me salió rematadamente mal.
Una vez más, y veinticinco años después, me llevo del Avellaneda mucho más de lo que aporté.
Me llevo la calidez de Quique Vázquez.
Me llevo la emoción genuina de la Profesora Silvia Di Marzo.
Pero sobre todo, y por encima de todo, me llevo la ternura de los chicos, su madurez sorprendente, su conversación entrañable, sus caras atentas, sus risas sanas y sinceras, sus aplausos ―con toda seguridad, los más gratificantes que recibí en mi vida― y la promesa silenciosa de otra generación de hombres y mujeres vivos, con inquietudes, llenos de curiosidad, con ganas de vida, mundo y pasión.
En realidad, solamente quería colgar el texto que leí en la charla, pero no puedo evitar estas palabras, no puedo evitar sentirme tremendamente agradecido, y no puedo evitar reconocer, no sin cierta vergüenza, que no fueron los chicos los que tuvieron la oportunidad de conversar con un escritor, sino un escritor que tuvo una oportunidad invaluable para conversar con los chicos.
Los dejo con el texto, y con la promesa sincera de estar siempre disponible para el Avellaneda, para los docentes y para los chicos. Mi corazón sigue ahí, para siempre.
Me llamo Federico Firpo Bodner. Tengo 39 años, y soy ex-alumno del Avellaneda. Tengo un hijo de cinco años y otro de siete, y casi nada en este mundo me gusta tanto como hablar y jugar con ellos. Ellos me enseñaron a comunicarme con los niños. Además de padre soy escritor, y mis lectores, a su pesar, casi sin querer, me enseñaron a comunicarme con los adultos.
Cuando, hablando con Quique Vázquez, surgió la posibilidad de venir a hacer esta charla con ustedes, me senté a pensar en lo que iba a decir, y me di cuenta de que no estoy habituado a comunicarme con adolescentes ―con perdón por la etiqueta―. Mis hijos aún no lo son, y mi mundo es el de jóvenes y adultos. Eso me preocupó un poco, porque pensé que no domino el registro de lenguaje habitual para llegar a ustedes. No lo domino como escritor, porque mi público es, en general, un poco más viejo, y no lo domino todavía como padre, porque mis hijos aún no me pusieron a prueba en este terreno.
Entonces pensé que, aunque para personas que tienen entre catorce y diecisiete años, treinta y nueve es la edad de un viejo, en realidad no hace tanto que yo mismo tenía quince, y que venía todos los días a este colegio. Por ese entonces, Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota acababan de publicar Un Baión para el Ojo Idiota, y el Gordo Urribarri cantaba Masacre en el puticlub a gritos por los pasillos del colegio. Ustedes no conocen al Gordo Urribarri, pero usaba un pañuelo de pirata en la cabeza y medía como seis metros de alto y dos de ancho, y tenía una voz grave y bonita. Y recordé, con alegría en la piel, que una de las cosas que me gustaban del Avellaneda, era que en esa época el equipo docente ―o al menos la mayoría de los docentes― nos trataba como a personas, y no como a adolescentes. Recordé que detestaba la condescendencia de algunos adultos, que me rompía las pelotas sentir que, por ser teenager, ellos me trataban como si fuera imbécil.
Así que decidí hablarles hoy a ustedes como a mis propios compañeros de colegio, como a mis amigos, porque me parece que si yo mismo no creo en que podemos comunicarnos de igual a igual, entonces esta charla no tendría ningún sentido. Quizás tendría que sentarme frente a ustedes, y recomendarles que estudien, que no fumen, que no se metan en líos, que se abriguen en invierno y que no acepten caramelos de ningún desconocido, pero la verdad es que no creo en las frases hechas para sembrar virtud, y en cualquier caso, no es mi papel en este juego. Cuando los adultos no somos capaces de recordar lo que sentíamos durante la primera juventud, dejamos de tener sentido para los más jóvenes, con toda justicia.
Entonces, sin más preámbulos, mi historia.
Llegué al Avellaneda en marzo de 1988, literalmente a finales del milenio pasado, con quince años recién cumplidos, expulsado de dos colegios y con los sueños truncados por algunos problemas prematuros con las drogas. Pesaba treinta kilos menos, y tenía el pelo igual de largo que ahora. Aunque les parezca mentira, solamente veinticuatro años después, los chicos criamos panza, las chicas echan culo, y las tetas se nos caen a todos. Ese año, 1988, fue ―creo yo― un hito en la historia del Avellaneda. Los Alfonsinistas de Franja Morada fueron derrotados por primera vez en las elecciones para el Centro de Estudiantes por una coalición de izquierda en la que yo participaba. Fue un año espléndido y movilizante. Conseguimos sacar ―si no recuerdo mal― dos números de La Regla, y Ana Dávila ―por entonces Jefa de Preceptores― nos perseguía por los pasillos del colegio para que dejáramos de fumar por los rincones, de hablar de política, de faltar a clases y de jugar al truco en el bar de la esquina.
Como habrán adivinado, yo era lo que los adultos suelen llamar un adolescente conflictivo. Los dos colegios que me habían expulsado parecían estar de acuerdo en eso. Para mí, sin embargo, viéndolo retrospectivamente, no era más que un pibe un poco perdido, que estaba equivocándose a toda velocidad, con verdaderas ganas. Además de los porros y las chicas, me gustaba leer y escribir historias cortas. Y como a cualquiera de ustedes, las fiestas, la música y, un poco menos, el fútbol.
En esta casa, que para mis adentros todavía llamo con respeto “Colegio Nacional Número 4, Nicolás Avellaneda”, y en mi corazón se llama nada más que “El Avellané”, encontré dos cosas que me cambiaron completamente la vida.
La primera fue que, por primera vez en mi vida escolar, el Rector de este Colegio ―supongo que ustedes estarán bastante hartos de oír hablar de Raúl Aragón, pero para mí es imposible no mencionarlo, porque era una persona excepcional― sabía mi nombre, me tuteaba, me daba un beso cuando me lo cruzaba en el pasillo de la rectoría, y lo que es más importante, me miraba a los ojos al hablar conmigo, sin miedo a lo que podía ver en ellos. De la mano de ese rector tan poco común, muchos ―muchísimos― de los profesores hacían de este colegio un lugar diferente. La propuesta no era repetir como loros un montón de datos escritos en libros ―a veces parece que, por el solo hecho de estar escrita en un libro, una cosa es automáticamente verdadera―, sino aprender a pensar por nosotros mismos, tener una visión crítica de las cosas y, como se dice en España, buscarnos la vida. Había ido a parar a un colegio en donde éramos estudiantes, y no alumnos. La diferencia es sutil, pero implica que nos dejaban la iniciativa, que confiaban en nosotros. No nos hacían formar filas ni cantar himnos ni aprender tablas. Nos enseñaban algo mucho más importante: a vivir.
La segunda cosa que encontré acá, y que también me acompaña todavía, y me acompañará toda la vida, fueron amigos de verdad. Sé que parece una obviedad, porque probablemente cada uno de ustedes es extremadamente amigo de las dos personas que tiene al lado, pero quiero hablarles un poco más allá. A la edad que tienen ustedes, lo principal ―en mi humilde opinión, y a pesar de lo que todo el mundo dice― no es estudiar, ni sacar buenas notas, ni pensar en el futuro. Lo más importante, desde los catorce a los veinte años, es que cada uno de ustedes está fabricando una persona, el adulto que va a ser. La educación primaria y secundaria no es más que una torpe ayuda social a la que quizás sea la tarea más difícil de la vida de una persona: fabricar hombres y mujeres sanos, y aunque suene estúpido decirlo, buenas personas. Lo más importante que van a aprender durante estos pocos años es a tener la frente alta, a estar orgullosos de las personas que son, a emprender el camino que elijan con auténtica pasión, a amar a otras personas, a Soñar con Mayúsculas, a pensar en el futuro como el momento donde van a conseguir todo lo que se propongan. Créanme lo que les digo: los planes de estudio, ir todos los días a la escuela y presentarse a los exámenes de matemática no son más que una excusa pobre, una tapadera para traerlos a todos a un lugar como este, para que se conozcan, para que interactúen, para que aprendan a quererse, a ser amigos y a respetarse unos a otros. De paso, si pueden, tienen que aprender a calcular polinomios y a ubicar el Aconcagua en un mapa, pero es secundario.
En tercer año, tuve un profesor de Lengua y Literatura de que tal vez hayan oído hablar. Se llama Constantino Santurio, y tenía fama de “difícil”. Era exigente, costaba aprobar con él, y me acuerdo que me preocupaba su materia. Se suponía que yo escribía, y que por lo tanto me tenía que resultar fácil, pero la verdad es que el análisis sintáctico se me daba bastante mal: no me gustaba ni un poco. El primer día de clase que tuvimos con él, nos mandó a hacer una redacción para la clase siguiente. Tema: el aula. No era La Vaca pero se le parecía bastante. Me pregunté que podía escribir sobre semejante idiotez, porque estaba decidido a impresionarlo. Quería probarme a mí mismo, por primera vez, escribiendo.
Cuando llegué a mi casa, después de haber estado pensando acerca de la redacción durante los setenta y cinco minutos que duraba el viaje en colectivo, casi eterno ―sí, valía la pena viajar setenta y cinco minutos de ida y setenta y cinco de vuelta para venir al Avellaneda―, ya no me parecía tan estúpido el tema. Recuerdo que me latía fuerte el corazón, porque me había dado cuenta de que si uno pone las suficientes ganas, si uno se vacía por completo, si pone verdadera pasión en lo que está haciendo, entonces nada es trivial. Un tema tan soso como el aula tenía infinidad de posibilidades, y al sentarme a escribirlo creí entender que esa era la intención oculta de Santurio. A la siguiente clase entregamos las redacciones. Dos días después, en una nueva clase, entró en el aula como iluminado por un resplandor seráfico, y creo que nunca voy a olvidar sus palabras de ese día. “Hay una persona que está de más en mi clase”, dijo apenas se sentó. Hablaba con dureza, siempre. Prosiguió diciendo: “Estaba en casa corrigiendo las tonterías que escribieron la mayoría de ustedes. Casi todas las redacciones son iguales.” ―puso una voz burlona― “El aula es cuadrada y tiene bancos. Hay un pizarrón adelante y está pintada de blanco. Pero una persona de esta clase escribió una redacción en la que se nota todo lo que leyó. A mí me da lo mismo que sepa o no sepa hacer análisis sintáctico. Después de leer esa redacción, me da lo mismo que venga o que no venga a mi clase. No le pienso corregir ninguna prueba. Para mí esa persona tiene aprobado todo el año. El que escribió esta redacción tiene una mente que es producto de no una, sino muchas bibliotecas enteras.” Entonces bajó la vista a la montaña de papeles que tenía en la mano, y se puso a leer en voz alta la redacción, a medida que yo me ponía colorado, un poco por vergüenza, y mucho más por orgullo. Era la primera vez que escuchaba un texto mío leído por otra persona, y esa persona era un profesor al que yo admiraba. Efectivamente, no volvió a corregir nada de lo que hice, y ese año aprobé Lengua y Literatura con la nota más alta.
No aprendí nada de análisis sintáctico, ni tuve que leer El Lazarillo de Tormes, ni hacer exámenes ni nada más para esa materia, pero aprendí algo mucho más valioso, y es lo que quiero intentar compartir con ustedes.
Aprendí que escribir es mucho más que contar historias con palabras bonitas. Escribir es vaciarse por completo, dejar todo lo que uno es en un papel, sangrar por la pluma. Escribir es abrirse el vientre con una navaja, y en medio del dolor, pintar acuarelas con las tripas sobre un papel en blanco. Escribir es llorar en cada letra, sufrir en cada coma y morir en cada punto final, para renacer intacto a un nuevo papel en blanco. Desde ese día en que Santurio me hizo pasar tanta vergüenza frente a todos mis compañeros de clase, debo haber escrito más de diez mil páginas, y cada vez que me siento a escribir invoco ese recuerdo. No me importa sobre qué estoy escribiendo. Siempre, siempre, tengo ese recuerdo conmigo, para que me ayude a no olvidar que, hagamos lo que hagamos, lo que lo hace único es el amor y la pasión que consigamos poner en ese momento.
En mi casa tengo tres sombreros, cada uno con un cartelito pintado. En uno dice papá, y cuando me lo pongo todo el mundo espera que levante el dedo índice y adoctrine a mis hijos sobre lo que está bien y lo que está mal. En lugar de eso, al ponérmelo me gusta tirarme por el suelo a jugar con ellos, y comérmelos a besos.
El segundo sombrero dice Computer’s Freak, y cuando me lo pongo todo el mundo espera que mi barriga crezca todavía más, que tome Coca-cola de la botella y se me chorree por la barba, que sea un inepto social, que tenga callos en los dedos de jugar a la Play Station y que haga solamente lo que hago para vivir, que es programar computadoras. En vez de hacer eso, cuando tengo puesto ese sombrero me gusta mirar a la gente a los ojos, contarles que soy escritor además de bicho raro, y tratar de establecer contacto humano con ellos.
Y el tercer sombrero, el que más me gusta, es el que tiene un cartelito que dice Escritor. Cuando me pongo ese sombrero, la gente espera que sea serio, que tenga una mirada profunda y soñadora y que solamente diga cosas inteligentísimas, plagadas de referencias literarias y verdades plenas de significado, mientras con tres dedos me meso la barba, en un gesto profundo y reflexivo. Pero en vez de eso, cuando tengo ese sombrero me gusta soñar en voz alta, hacer chistes malos, recordar que la vida vale la pena solamente por un día de sol, y escaparme de la cueva en la que me encierro a escribir para venir a lugares como éste, traicionando a los personajes que, como pálidos fantasmas, suelen habitar mi fantasía, abandonándolos definitivamente, nada más que para encontrarme a charlar de cualquier cosa con personas de carne y hueso, con seres humanos de verdad, sin los cuales la literatura no tiene ningún sentido ni razón de ser.
Probablemente muchos de ustedes sueñen con ser escritores, músicos, actores, deportistas o ingenieros civiles. Da lo mismo. El éxito es una tabla de medir infame, con la que nos van sometiendo poco a poco a la mediocridad. La fama, el dinero y la admiración de otras personas son elementos que suelen acompañar al éxito, pero no lo definen. Me atrevería a decir, incluso, que no son más que subproductos perversos del éxito real. El verdadero éxito es mucho más abundante de lo que parece, porque no se trata de nada más que de ser fiel a los propios sueños, de amar y ser amado, y de encontrar algo que hacer con verdadera pasión, hasta sangrar, hasta morir.
Para mí, el éxito es haber escrito todo lo que escribí, seguir escribiendo y aún tener cosas que decir, amar a mis hijos hasta la locura, ser feliz con mi barriga de cuarentón y mis tetas caídas, y que me hayan invitado hoy a venir acá, para charlar con ustedes. Y eso, chicos, lo aprendí en el Avellaneda. Muchas gracias.
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