web analytics

Porque lo digo yo, que soy tu padre III: ¡Más madera!

Tus años son mis años, mi amor. Desde que naciste, y de eso hace hoy ocho, no hacés más que cumplir años. Solito, sin que nadie te ayude, te las fuiste arreglando para cumplir cada vez más. Y digo que los tuyos son los míos porque, si fuera por mí, no te dejaría seguir cumpliendo. Tu viejo, mi amor, es un hombre mortal. Hasta hace poco no me importaba: la certeza de la muerte tiene la extraña virtud de hacer mágico el presente, de obligarte a mover el culo, a buscar lo que sea que busques, a pelear sin descanso por causas perdidas, a emprender gestas, a vestir la piel de los héroes para ir a comprar el pan, a reencontrarte una y otra vez repasando una lista de pendientes que no hace más que crecer y crecer.

 

Y entonces, un día llegaste vos, con tus manitos de bebé, tus piecitos de bebé y tu cabecita pelirroja. Yo no podía saber, mi amor, que se te llenaría tan rápidamente de preguntas. No podía adivinarlo, mi amor, porque hasta ese día era solamente eso y nada más que eso: un hombre mortal.

 

Pero llegaste vos, te decía, y entonces empezó a importarme más. Mucho más. ¿Sabés por qué, mi amor? Porque los límites de un hombre mortal no se parecen en nada a los del padre de un niño de ocho años con la cabeza llena de preguntas, con el pecho desbordado de fantasías, con sueños tan reales que pueden verse flotar por encima de tu pelo, a veces en globos rojizos que destellan, otras en burbujas fluorescentes que, por las noches, rompen la oscuridad de tu cuarto. No se parecen porque mientras los hombres mortales, en el camino de su vida, evitan los peligros de muerte, los padres los enfrentamos cara a cara, nos arriesgamos por puro placer del riesgo, por darle a nuestros hijos una gesta más que sumar a una lista interminable de heroísmos de papel picado. No se parecen, mi amor, porque mientras los hombres mortales sostienen un desacuerdo leve con la mediocridad, mientras sufren silenciosamente día a día por todo lo que intuyen que ya no van a conseguir, los padres estamos obligados a superarnos diariamente, a inventar historias para rellenar los agujeritos de la fantasía, a aprender más, a saberlo todo para contestar a las preguntas, a preguntarlo todo para dar lugar a las respuestas, y a forzar las fronteras de la realidad si es que no queremos romper la magia inverosímil de un hijo creciendo. Esos límites, mi amor, son diferentes porque mientras los hombres mortales ven la noche, los padres vemos la luna y las estrellas. Los límites son distintos, mi amor, porque los hombres mortales no saben volar, y cuando uno de esos hombres mortales, como me pasó a mi, se transforma en padre, entonces vuelven, sin saber cómo, todos los superpoderes que, de niños, teníamos con solo desearlos. Con tu nacimiento, sencillamente recordé cómo volar. Y no solo eso, sino también cómo combatir el mal, cómo proteger a los indefensos y cómo ser rico gratis. Mis piernas recuperaron el beso del viento, y pude nuevamente ir y volver corriendo a China en diez segundos, solamente para probar que se puede, y saltar edificios sin tomar carrera, patear la cima de las montañas y sentarme de piernas cruzadas a jugar. Mis brazos, mi amor, al amparo de tu niñez, crecieron en envergadura, se desplegaron, y además de transformarse en alas cada vez que quiero, recuperaron el abrazo primigenio, el mismo que le das a tu león de peluche para dormir, que es también el de mi cuello, el de tu madre y el de tus guerras privadas. Mis ojos, hijo, se revelaron instantáneamente poseedores de visión de rayos X, que además de permitirme ver desnuda a tu madre cada vez que quiero, me devolvió el poder de ver el color real de los pedos, la forma secreta de las nubes y los mecanismos cromados que mueven el cuerpo humano, y que los médicos se empecinan en ocultar detrás de unas láminas de colores con dibujos de vísceras asquerosas. Mi panza, mi amor, en lugar de ser una bola de intestinos sobredimensionados, recuperó su centro, volvió a ser el territorio neutral en el que indios y vaqueros fuman la pipa de la paz, la pista de despegue de las cosmonaves que uso para ir y volver a Madrid cuando tengo que trabajar, y el estadio donde mi equipo de fútbol es siempre campeón. Y mi pecho, mi amor, mi pecho es un tanque de guerra, un panzer blindado que, día y noche, te protege de las tropas enemigas.

 

Pero toda esta magia, pendejo, no te quita lo difícil, los pucheros constantes, la rebeldía que llevás en sangre, esa que te obliga a protestar, a patear el suelo y agitar los puños, ni la terquedad infame con la que, a pesar de creer cualquier cosa que te explique sobre el espacio exterior, me discutís las verdades pequeñas, las enseñanzas simples, las paredes de cemento armado que mi cultura y mi civilización me obligan a inculcarte. Este último año, mi amor, despertó tu preadolescencia. Demasiado temprano, quizás, descubriste el poder de los argumentos, la posibilidad de convencer al otro, la herramienta del lenguaje al servicio del capricho. La mitad de las veces te mataría, cuando te emperrás, cuando no querés comprender, cuando negás tus acciones argumentando conjuras inexistentes contra tu inocencia.

Pero la verdad más profunda, mi amor, es que me siento orgulloso también de eso. Me maravilla tu potencia racional, y me hipnotiza tu capacidad de ternura. No me importa, mi amor, que tan pronto empieces a disputarme el lugar en el sofá que delimita mi condición de macho alfa de la casa, ni que me pruebes constantemente. Sé que pierdo la paciencia a veces. Sé que a veces grito, pero ninguna de esas veces ―y creeme, porque es cierto― dejo de adorar tus explicaciones fantasiosas, tu sentido de la justicia que, de alguna forma, siempre te declara inocente.

 

Tu viejo, mi amor, sigue siendo un hombre mortal. Pocos días después de tu llegada vino La Muerte en persona a recordármelo. Yo estaba tirado en el sofá de nuestra casa de Málaga, y vos dormías, hecho un ovillo, sobre mi pecho. Miré hacia la ventana, en la que reverberaba el calor de la tarde, y allí estaba, de pie. No era una calavera, ni traía una guadaña, ni tenía una capa negra. Era una mujer bella y pálida, con un pelo negro y lacio que le caía hasta la cintura, y tenía un sencillo vestido blanco. Se acercó, sonriendo, se sentó de medio culo en el sofá, a mi lado, y empezó a acariciarte la cabeza.

―Es una pena, ¿verdad? ―me dijo―. Te vas a morir igual, en la misma fecha en la que te hubieses muerto aunque no fueras padre.

―Entonces no es ninguna pena ―respondí―, es solamente un motivo más para quererlo.

―Puede ser. Pero acordate lo que te digo: esto dura poco. Aprovechá el tiempo, nene, porque haber tenido un hijo no cambia nada.

Te dio un beso tierno en la frente, y se fue por donde había venido. Entonces te abracé, mi amor, y me prometí a mi mismo que tu infancia sería feliz, que te daría amor todas las veces que fuera posible, y que no dejaría escapar ni un solo segundo de verte crecer.

Por eso, mi amor, hoy quiero decirte que tu viejo es un hombre mortal, que ya vivimos más de la mitad de tu infancia, y que nos queda poco tiempo para volar juntos. Eso no es malo, mi amor. Después tendremos que aprender a caminar uno al lado del otro, y a hablar como personas adultas, pero una vez que crezcas, es muy probable que, nuevamente, los dos olvidemos cómo volar. Al menos hasta que un día seas padre vos también, y entonces mi nieto nos lo recuerde a ambos.

Mientras tanto, mi amor, no pares. Seguí probándome, llevándome al límite, obligándome a ser mejor solamente para ser suficiente para vos. Y como diría Groucho: ¡Más madera!

 

 

Barcelona, 24 de junio de 2012

Feliz cumpleaños

Te adora, Papá

Enlace permanente a este artículo: https://aprendizdebrujo.net/2012/06/22/porque-lo-digo-yo-que-soy-tu-padre-iii-mas-madera/

Deja una respuesta

Tu email nunca se publicará.

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.