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¡No hagan hambre!

Una de las cosas que adoro de las vacaciones en familia, es que mis hijos esperan con ilusión la sobremesa de la cena, todas las noches, para pedirme: “Papá, cuéntanos historias de cuando tú eras niño.” Pocas cosas hay que seduzcan más a un escritor que el pedido de una historia, y más aún cuando los que piden son cuatro ojitos ávidos, dos bocas abiertas de sorpresa, las cabezas atentas en la penumbra del porche de un bungalow perdido en alguna parte de la Comunitat Valenciana. Entonces me enciendo un cigarrillo, reclino un poco mi espalda y me dejo llevar por la nostalgia. A ellos no les importa demasiado si repito historias, solamente quieren el placer de la narración, mi placer al narrar, el suyo al escuchar, la idea prohibida de su padre haciendo cagadas, quebrando la ley, el cosquilleo instantáneo de un recuerdo que asusta, o simplemente el sonido de mi voz en medio de una noche tranquila, que cuando se deja invadir por la nostalgia, tiene timbres suaves y protectores.

Cuando esto pasa, es inevitable que se siente a la mesa, con nosotros, el espectro de mi abuela Marina. Nunca falta a la cita, porque era una abuela de pocas palabras, de hechos, griega de origen y soviética de carácter; austera para dar amor y más austera aún para recibirlo. Mis abuelos eran pobres. Supongo que ahora se llamarían “clase media-baja” o algún eufemismo similar, pero la verdad es que eran dos ancianos jubilados que vivían en el Uruguay. Uruguay es un país pobre. Nació pobre, hace quinientos años que es pobre, y será pobre hasta que algún iluminado presione el botón rojo y todo deje de importar.

Lo que quiero decir, es que en el Uruguay la pobreza no es una tragedia, como en España, o incluso en Argentina. En Uruguay se puede ser pobre y ya está, sin que todo el mundo te compadezca y sin que sea un motivo de tremenda vergüenza.

Mis abuelos eran pobres.

Y mis padres, que eran un poco menos pobres, trabajaban todo el verano. Entonces nos mandaban a los cuatro niños, durante dos meses, a la casa de mis abuelos, en Montevideo. Para nosotros se abría un paréntesis temporal, un mundo distinto, verdadero, un paraíso en el que había árboles frutales, una parra que daba sombra fresca, gallinas que ponían huevos todos los días y tres perras que jugaban sin parar. Si existía algo parecido a la idea de un palacio, era la casa de mis abuelos. Recuerdo que no pensé por primera vez en que ellos eran pobres hasta bastante avanzada la década de los noventa, cuando en la Argentina todos éramos ricos y los pesos valían como dólares en la imaginación trastornada de Domingo Cavallo.

Nosotros invadíamos el silencio sagrado de la casa de mis abuelos, que era oscura y con manchas de humedad, con el griterío y la bullaranga que nos acompañaba a todas partes. Subvertíamos la casa entera, nos peleábamos a gritos todo el día, íbamos y veníamos de la playa siguiendo el paso elástico e interminable de mi tío Ramiro, irrumpiendo en la casa a las corridas, presas de esa incomprensible ansiedad locomotriz que sufren los niños, que hace que se desplacen siempre corriendo, aunque el destino a alcanzar se encuentre ridículamente cercano.

Entonces, mi abuela Marina, que era pobre, se llevaba las manos a la cabeza al vernos correr, y mirando al cielo invocaba a su dios particular, gritándonos con su voz profunda y algo cascada: “¡No hagan hambre! ¡No hagan hambre!”. Nosotros, niños por sobre todas las cosas, interpretábamos el grito ritual en clave de inocencia: sospechábamos que se refería a lo mucho que comíamos, quizás al trabajo de cocinar tanto para tantos, o simplemente a un juego como tantos otros que teníamos. Por las noches, los cuatro niños acostados en la misma habitación veíamos cómo mi abuela hacía la ronda por la casa echando flit. El aire se enrarecía de un vapor venenoso y nos picaban los ojos, y mi abuela cantaba: “Sheltox con vapona no perdona…”. Ni entonces ni nunca supimos que el grito de guerra no era más que una ironía, y que la mirada cómplice con mi abuelo trataba del enorme esfuerzo que significaba llenar la olla. No hacía falta.

Hace unos días, aquí en España comenzó a haber asaltos organizados a supermercados ―cosa sobre la que no opino, pero que, de opinar, me parecería bien―, y no pude evitar recordar, entre el olor a laurel de los guisos de mi abuela Marina, que era pobre, y las alarmas encendidas en la televisión hispalense, hechos similares en la Argentina hiperinflacionaria de 1989.

Los tertulianos a sueldo, paladines de la eurobasura, defienden a gritos, enojadísimos, los sacrosantos valores del Estado de Derecho, y se rasgan las vestiduras mientras concluyen con absoluta certeza que los responsables de tal tropelía deben ser encarcelados: están robando supermercados de los que muy probablemente sean accionistas los mismos bancos que resulta imperioso rescatar, y vuelven a llover los miles de millones de euros que rápidamente se esfuman en las manos mágicas de gestores con corbata, que no solamente no irán a la cárcel a acompañar a los asaltantes de supermercados, sino que incrementarán sus patrimonios personales al amparo de la ley universal del aprovechado: toda crisis es una oportunidad.

Y yo recuerdo a mi abuela Marina, que era pobre, haciendo milagros durante dos meses, con una jubilación ridícula, multiplicando los huevos de sus gallinas del fondo, echando laurel verde en la olla del puchero para que no se note que dentro, sobre todo, había agua, y espantando las moscas a manotazos debajo de la parra; y aún así, devolviendo al final del verano a Buenos Aires a los niños más felices del mundo, bien alimentados, con la piel llena de sol y salitre, habiéndonos bañado menos de una vez a la semana, y a pesar de todo limpios, sin prejuicios, con la risa en flor.

Treinta años después, mi abuela, que era pobre, descansa con la frente alta. Mientras tanto, la pobreza quiere volver a una España que la había desterrado, y puedo ver en mis vecinos, y en mí mismo, que mirarla a los ojos causa terror en la sociedad occidental del siglo XXI: ya no sabemos cómo ser pobres. La pobreza causa vergüenza y pánico. Las bolsas se desploman, y Mariano Rajoy, con el vestido naranja de flores blancas que le prestó mi abuela, recorre desesperado la geografía española, echando enloquecido flit a los inmigrantes y gritando desaforado: “¡No hagan hambre! ¡No hagan hambre!”, mientras los españolitos de a pie, con la mierda hasta el cuello, se miran unos a otros, inmóviles, y susurran: “¡No hagan olas! ¡No hagan olas!”.

Y yo, mientras relato a mis hijos los milagros caseros de mi abuela Marina, que era pobre, no puedo evitar sentir que la pobreza que debería dar pánico y vergüenza es la de espíritu. La otra es poco más que falta de dinero. Mi abuela, que era pobre, tenía la valentía y la humanidad de hacer de la pobreza una virtud, de vivirla con salud y buen humor, y de no entrar en pánico por no poder comprar un lavarropas.

No hagan olas, pero el hambre, hoy y siempre, es fundamental para encontrar el camino del cambio. Sobre todo si somos capaces de reírnos de él, y de derrotarlo desde la creatividad, el amor y el ingenio.

¡Hagan hambre!

 

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