Mi padre, que es un hombre lúcido, me dijo una vez algo que, en su momento, no alcancé a comprender cabalmente. Contaba yo menos de veinte años, y andaba por esos días aquejado de algún mal de amores de esos que te atacan tan fuerte que solo unos pocos años después, ya no te acordás ni de quién se trataba. Me confié entonces a mi padre y mentor, que vaso de Fernet con hielo en mano, tabaco rubio entre los labios y mirada pensativa perdida en la ventana gris de la cocina, me bañó con su sabiduría extrema:
El problema, hijo, es que muchas veces uno no se enamora de la mujer para el hombre que uno es, sino de la mujer para el hombre que uno quisiera ser.
En ese momento, la magnitud del concepto se me escapó por completo. Sea porque a los veinte años no hay diferencias evidentes entre lo que uno es y lo que uno quisiera ser, sea por el atolondramiento hormonal típico de la edad, sea por la más que probable resaca que tenía yo en el momento de ser investido de tal clarividencia, lo cierto es que no entendí un carajo.
Sin embargo, veinte años dan para mucho. Entre otras cosas para que la vida te baje a cachetazos de casi todos los caballos a los que te alcanzaste a subir, y para descubrir que, contrariamente a lo que indica la sabiduría popular, con la trompa contra el suelo la perspectiva y la visibilidad mejoran bastante.
Hoy, acercándome al vigésimo aniversario de tan remarcable adiestramiento, me descubro aprendiendo por fin el significado de esa revelación, y profundizando en el concepto.
Entiendo, entonces, que lo primero que hacemos mal es criar a los hijos. Les enseñamos a vivir la vida que quisiéramos que tengan, pero no la que van a tener. Con paciencia les explicamos cómo gestionar la felicidad y la estabilidad, cómo recibir las maravillosas enseñanzas de un sistema educativo modelo, y cómo comportarse en una sociedad perfecta. Los dejamos preparadísimos para que la vida los cague a sopapos.
Después, estos tipos entrenados a conciencia por padres que quisieran ser excelentes padres, pero que son personas de carne y hueso, acceden a la vida, compran, venden, aman, roban, matan y legislan.
Entonces, la base reguladora social de las actividades económicas está preparada para funcionar con las empresas que quisiéramos tener, que son honestos empleadores que pagan a sus trabajadores lo que merecen ganar, de acuerdo también a sus propias ganancias, que respetan el medio ambiente, pagan escrupulosamente sus impuestos y les preocupa la sustentabilidad de sus actividades industriales. Las empresas que tenemos en su lugar, son entidades macabras sin dueños reconocibles, borrachas de poder y con el único y último fin de ganar dinero y más dinero, sin escrúpulos y habituadas y cómodas en la hipocresía como lenguaje de intercambio natural. Una auténtica cofradía de ladrones inescrupulosos, que se mueven a sus anchas con una legislación y una cultura que los trata como a distinguidos caballeros. Nada le gusta más a un mafioso que ser tomado por un hombre de paz.
Mientras tanto, el llamado cuarto poder, la prensa, está tipificada como el faro luminoso que abre el camino de las ideas. Son los vigías incorruptibles que velan por la verdad, el brazo irreductible que mantiene el pulso contra la corrupción y la vergüenza. La ley los reconoce como independientes, protege sus fuentes y su derecho a informar, porque la prensa que quisiéramos tener es un dechado de virtudes éticas, un repositorio de pensamiento humanitario y, por sobre todas las cosas, el último bastión de la defensa pública de la verdad, la encargada de denunciar a quienes nos roban, de identificar a quienes nos engañan, y de decir en voz alta todo lo que no está permitido pensar. En lugar de esto, la prensa que tenemos (al menos la mayoría de la prensa que tenemos), responde a grandes grupos económicos, los mismos que financian campañas electorales, los que explotan a sus empleados, los que imponen líneas editoriales, los que se apertrechan detrás de un argumento inválido como si fuese una razón. No existe la reflexión ni la denuncia, sino solamente la opinión, el amparo en la libertad de información para comerciar con los trapitos sucios de los famosetes de turno y la manipulación de la opinión pública detrás de intereses explícitos.
Y por último, pero no menos importante ―último en este artículo, porque existen miles de casos más― la clase política. El pacto social establece que los políticos son, sobre todo, personas preocupadas por los demás, a quienes la injusticia no deja dormir. Prohombres honestos que buscan por sobre todas las cosas el bien común, ilustres defensores de pensamiento de vanguardia, mentalidades modernas al servicio del progreso y de la comunidad. Por lo tanto, las normas y leyes que regulan la actividad política están escritas suponiendo que los hombres y mujeres que ostentan los cargos públicos están hechos de esa madera. Mientras dormimos tranquilos, pensando que la ley de transparencia nos protege, la gran mayoría de las personas que triunfan en la carrera política, lo hacen porque no les tiembla nunca el pulso, porque no tienen sentido del asco, porque son capaces de cualquier cosa con tal de tener un poco más de poder, porque escriben la ley a conciencia para que se aplique a los demás, para fortalecer sus posiciones, para amparar a las empresas que los llevan al poder, para decorar sus mansiones con dinero público, y, como diría Joan Manuel Serrat, para colgar en las escuelas su retrato.
Por supuesto, siempre existen excepciones, pero estoy convencido de que el principio de la solución a los problemas del mundo es abandonar la línea de la ingenuidad legislativa. La normativa de la vida pública debe estar escrita bajo el supuesto completamente contrario al vigente: que los seres humanos somos egoístas y viles, que siempre que tengamos poder lo utilizaremos en provecho propio, que el que puede quedarse con lo ajeno, o enriquecerse a costa del sufrimiento de otros lo hará sin dudarlo, y que nadie, en ninguna parte, hace nada por los demás por puras buenas intenciones, al menos si puede haber dinero de por medio.
Es una visión escéptica, lo sé. No es la que quisiera tener. Pero tampoco soy el padre que quisiera ser, ni el ciudadano que digo que soy, ni el escritor que prometo ser. Después de dos mil años de fracasos, tal vez vaya siendo hora de que empecemos a vivir nuestras vidas, en lugar de como los hombres y mujeres que quisiéramos ser, como los que en verdad somos. Liberarnos del estigma de lo que quisiéramos ser haría que nos fuese mucho mejor, o al menos, que no nos decepcionáramos tanto.
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