Que el hábito no hace al monje lo demuestra la Iglesia Católica constantemente. Lo demostró en los setenta bendiciendo la mano de los torturadores y asesinos consagrados de la última dictadura militar Argentina, y lo demuestra hoy defendiendo a sus párrocos violadores de niños o prohibiendo los condones en África a pesar del HIV. Eso, por supuesto, no invalida la labor de miles de monjes de verdad, que bajo bandera equivocada ―desde mi punto de vista― llevan consuelo y ayuda a millones de personas en todo el mundo.
De la misma manera, recortar compulsivamente derechos sociales no se parece ni un poquito a la gestión económica de un estado en crisis, ni agrandar descaradamente la lista de prohibiciones que se supone que es la ley se acerca a gobernar correctamente.
Cuando todavía vivía en Argentina, antes del mes de mayo del año dos mil, al menos tres veces por semana tenía una oportunidad genuina de decir en voz alta y con rabia: “¡Qué país de mierda!”. Un día era porque algún amigo cercano se había quedado sin trabajo. Otro día era por las AFJP’s, porque se tardaba un año en obtener un DNI o porque Telefónica de España tenía derecho, por contrato firmado con y por argentinos, a cobrar por hablar por teléfono como si te estuviese donando un riñón.
Cuando decidí irme, aposté por no sufrir nunca más algunas de esas cosas. Elegí un país civilizado, del primer mundo, económicamente potente y socialmente estable. No era por mí, era por los hijos que un día iba a tener. Quería que tuviesen una oportunidad mejor, regalarles la capacidad genuina de elegir qué querían ser, y sobre todo, cómo querían serlo, y a qué precio.
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